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Visiones y Revisiones

Visiones y Revisiones: "LA PERSUASIÓN Y LA RETÓRICA"

Visiones y Revisiones: "LA PERSUASIÓN Y LA RETÓRICA"

Manthanô dothoúneka

« ésôra prássô Kouk émoi proseikóta. (1)

(Sófocles )

PREFACIO (*)

Yo sé que hablo por hablar , pero que no persuadiré a nadie; es esto Deshonesto, pero la retórica ánagkádzei me Tauta Doan bia (2), o en otras palabras, "ES NECESARIO que si uno hinca el diente A UNA sérbola Amarga, la escupa".

Y sin embargo, digo cuanto ha sido dicho ya tantas veces y con tal fuerza, que parece imposible que el mundo haya continuado todavía, Después de cada una de las veces que han sonado estas palabras.

Lo dijeron A LOS griegos Parménides, Heráclito, Empédocles, pero Aristóteles trato de los naturalistas inexpertos. Lo dijo Sócrates, pero fabricaron Por Encima De El Cuatro sistemas. Lo dijo el Eclesiastés, pero lo Consideraron y lo explicaron como libro sagrado, que por tanto no podia decir nada que estuviese en contradicción con el optimismo de la Biblia. Lo dijo Cristo y construyeron Encima la Iglesia. Lo dijeron Simónides y Esquilo y Sófocles, ya los italianos se lo proclamó Petrarca triunfalmente (3), lo repitió con dolor Leopardi, pero los hombres se contentaron con sus versos e Hicieron con ellos géneros literarios. Si en nuestros tiempos las criaturas de Ibsen lo hacen revivir Sobre la escena, Los hombres se divierten al oír entre las otras, También Aquellas historias excepcionales y los críticos hablan de simbolismo. Y si Beethoven lo canta de modo que conmueve el corazón de los hombres, cada Cual Emplea su emoción para sus propios multas, en el fondo ... es Una cuestión de contrapunto.

Si yo lo repito ahora por cuanto sé y puedo, como lo hago De qué manera no divierte a nadie, ni con dignidad filosófica ni con apariencia artística, sino como pobre peatón que mide sus pasos con el terreno, no pago peaje en ninguna de las categorías establecidas, ni siento precedentes para una nueva categoría, en el mejor de los casos habre hecho ... una Tesis de Licenciatura.

(*) Prefacio de la persuasión y la retórica ,>

Visiones y Revisiones: Racismo y Supremacismo

Visiones y Revisiones: Racismo y Supremacismo

EL PROBLEMA DE LA SUPREMACÍA DE LA RAZA BLANCA

JULIUS EVOLA

  

Dado el estado actual de la civilización occidental, el problema del origen, de los fundamentos y del porvenir de la hegemonía mundial de la raza blanca es, sin duda, uno de los más relevantes y apasionantes, al margen de suministrar, hoy, para Italia, elementos de un muy especial interés.

A tal problema Wahrhold Drascher acaba de consagrar una voluminosa obra (Die voherrschaft der weissen Rasse, Stuttgart-Berlin 1936), de la que vale la pena ocuparse, con objeto de establecer una base firme en torno a esta temática, tratada demasiado a menudo con dudosa imparcialidad y con fundamentos doctrinales más que insuficientes.

El hecho de que un determinado grupo de pueblos haya logrado someter a su voluntad, durante siglos, al resto del mundo, plegarlo a sus deseos e incorporarlo a sus destinos, constituye para Drascher, no sin razón, un hecho único en la historia universal, al grado de imponer antes de nada un examen sobre las raíces mismas de semejante posibilidad.

La explicación más vulgar es también la más unilateral e insuficiente; esto es, para explicar un hecho de tal calibre no se puede aducir una superioridad puramente material. Si a los Ingleses les ha sido posible controlar con apenas doscientos mil hombres a trescientos millones de hindúes; y si un Cortés y un Pizarro con un puñado de aventureros lograron sojuzgar gigantescos  imperios, esto trasciende cualquier interpretación exclusivamente materialista. Además, muy frecuentemente se suelen extrapolar las fases más recientes de un dominio, organizado a la sazón sobre sólidas bases militares, económicas y técnicas, con las que fueron las formas originarias de la conquista, vinculadas a dotes morales y aptitudes espirituales  bien distintas. En opinión de Drascher, lo que condujo a la raza blanca al dominio del mundo fue un sentimiento de superioridad inscrito en su misma sangre: sentimiento no derivado de fusiles y naves de guerra, y ni siquiera de un “derecho”, pero capaz de ser utilizado según la naturaleza de quien se fabrica todo lo  preciso para sus objetivos. El sentimiento de superioridad fue más bien una determinada expresión de la personalidad, impregnada del espíritu de una época especial, que Drascher denomina “época oceánica”

En lo que atañe al tipo o estilo común esencialmente definido en términos de carácter, Drascher  confiesa que, en el fondo, sólo en este sentido el problemático concepto de “raza blanca” recibe un sentido positivo: incluso cuando los pueblos de dicha raza se enzarzaron en ásperas disputas, aun entonces aparecieron ante otras razas, tanto en su conducta como en su esencia, como una única familia.

Rasgos principales, para Drascher: la más dura voluntad, frialdad, perseverancia, desprecio de la  vida y de la muerte, visión clara.

En un principio, tales aptitudes fueron, por decirlo así, guiadas hacia la aventura, hacia las grandes distancias, por una especie de oscura voluntad de infinito, que, por otra parte se remite al espíritu íntimo del Renacimiento. De suyo, todo esto trasciende cualquier motivación racional, mercantil o utilitaria. El dominio del mundo no fue “organizado”, casi ni siquiera “querido”. Un deseo de distancias, de presa, de pura conquista precedería  a toda colonización, en estrecha conexión con la era de pleno dominio de los mares; pues también desde el aspecto interno del impulso que estamos refiriendo debía recibir la experiencia oceánica su máximo implemento. “El mar, superficie sin medida, que de todo límite está libre. En punto alguno tiene fin: más allá de cualquier horizonte, otro horizonte, siempre igual, empujándote a ir todavía más allá. Su elemento es fluido, inestable. No invita nunca al descanso, a establecerse, siempre te obliga a partir hacia nuevas metas. El mar es, en un sentido superior,  la idea misma de lo ilimitado. Es adusto, poderoso, trágico, es una fuerza adversa que tan pronto parece dominada, se prepara para aniquilarte si no te muestras más fuerte que él”.  En este elemento, y al lado del nuevo impulso hacia lo inmanente característico del Renacimiento, toma forma un nuevo espíritu, el espíritu oceánico, dimanante de los más recónditos estratos de la raza, a fin de conducir a través de las propias rutas del mar, que señalan ya a cualquier parte de la tierra,  a los hombres blancos hacia la conquista del resto del mundo.

Así pues: impulso hacia distancias ilimitadas, espíritu de aventura y sed de oro y de predación, pero en sentido guerrero y todavía no económico o “colonial”, espíritu oceánico, férreas dotes de carácter. A tales elementos, hay que añadir un último factor, el principio cristiano, que predicó una superioridad categórica de las razas blancas en cuanto cristianas, estableciendo una distancia clara e insuperable frente al resto de la humanidad, considerada como bárbara e ignorante de la verdadera fe. Esto es válido especialmente para el ciclo de las conquistas españolas; pero también para el ciclo sucesivo  anglosajón, si bien mucho más solapada, y más apreciable en las consecuencias que en los principios, sigue actuando, sobre todo en el caso del puritanismo protestante, idéntica premisa. Y el protestantismo fue más allá al ofrecer, mediante su teoría de la prosperidad y del éxito como señal divina, un instrumento para el rápido tránsito de la fase “heroica” y “oceánica” de la conquista mundial hacia la propiamente económica y colonial, en la cual el beneficio y el comercio se colocaron en el primer puesto, la supremacía se hizo esencialmente industrial, técnica y económica; y el elemento guerrero y militar asumió el papel de una especie de policía armada protectora del capitalismo occidental en países considerados únicamente fuente de materias primas y mercados de productos manufacturados.

Drascher, que sigue atentamente todas las fases de desarrollo material, geográfico y etnográfico de la expansión blanca, no concede la misma atención a la contrapartida interna referente a transformaciones como la antes apuntada. Por lo demás, el examen que realiza sobre las bases de la hegemonía de la raza blanca, ¿permite verdaderamente justificarla y convertirla en un propio y auténtico  principio? El único punto medianamente sólido, es la referencia al espíritu “oceánico”, que incluso, aparte del nombre, no es siquiera original. En cuanto al resto, Drascher parece concluir en la siguiente evidencia puramente pragmática: una raza se ha creído superior, esta firme creencia le ha dotado de una aptitud, un modo de actuar y de conducirse que le ha conducido efectivamente al dominio, rodeándola, frente a muchas otras razas, de un halo de prestigio y de temor reverencial. Que este sentido de superioridad esté justificado con una superioridad efectiva en términos de pura civilización, Drascher, muy honestamente, lo niega constatando que, con relación a lo que existía en la India, en China, en la misma América precolombina, difícilmente los blancos hubieran podido establecer su derecho de conquista,  incluyendo a la rapiña y a la destrucción, en términos de absoluta preeminencia de civilización. “Lo decisivo no fue un valor superior de nuestra civilización en sí misma –apunta Drascher- sino la fe de sus exponentes en que dicha civilización era la mejor, incluso la única”. Con tal premisa, los conquistadores  mostraron, y aun ostentaron, una incomprensión absoluta y desprecio a priori por todo aquello que se encontraron e, inicialmente, se creyeron con derecho a desencadenar todos sus instintos y ejercer  toda clase de violencia. Así pues, permanecemos en el plano de lo puramente irracional. Y ahí se sigue todavía –añadimos nosotros- y mucho más plenamente incluso, en cuanto se llegó a los tiempos modernos. En tiempos así el argumento fundamental que sostuvo el sentido de supremacía fue la superstición evolucionista, la idea de que la ciencia material y la técnica, acompañadas de un par de hueros mitos social-humanitarios, fueran la última palabra de la historia mundial y dotaran a sus representantes más eminentes, o sea los pueblos blancos, del derecho al dominio del mundo como base para una tarea de universal “civilización”, es decir de conversión de cualquier civilización al modelo iluminista-racionalista occidental.

En realidad, es también en estos terrenos donde nuestro autor termina hundiéndose. Para explicar la originaria presunción de superioridad, incluso como “hecho”, no dispone más que un clave universal hallada al presente en Alemania útil para toda cuestión: el racismo. Pero decir que el sentido de la superioridad es un dato racial, algo innato en la sangre blanca, significa colocar en distintos términos el mismo problema sin avanzar un paso más adelante. Por otra parte, al objeto de cerrar con un balance de resultados la hegemonía de la raza blanca, Drascher anota en el “pasivo”, “crueldad y egoísmo sobre todo”; y en el “activo”, señala la liberación de la miseria, de la esclavitud y de la mortalidad de amplias poblaciones de color, la explotación de ignoradas riquezas naturales, comunicaciones mundiales, prosperidad, comercio, pacificación de  los individuos, etc. Por lo cual,  todo  ello sumado, el activo sería excedentario y el principio de la supremacía europea debería defenderse a toda costa y por cualquier medio, y sobre todo, gracias al primer punto, mediante un nuevo despertar de la conciencia de la raza y una nueva higiene y política racial, siguiendo de cerca las directivas nacionalsocialistas.

Pero las cuentas no salen del todo, y Drascher, como indicábamos, permanece detrás de los pretextos iluministas y evolucionistas antes señalado para las expresiones últimas de la pretensión hegemonista occidental. De hecho, sería fácil demostrar que todos los beneficios de la “civilización” – la del jabón, la radio, la fábrica de montaje y la del cine, ha sido Europa la primera en experimentarlos, con la cual ha sido ella la primera también en experimentar adonde conducen precisamente. No hay razón alguna para admitir que, tras el aparente y fugaz bienestar material, cuyo milagro hemos experimentado ya en el pasado siglo, las diversas ventajas anotadas por Drascher en el activo no conduzcan también a los pueblos así alzados hasta el nivel de la civilización occidental a las mismas crisis y a las mismas destrucciones espirituales contra las que combatimos; algo que, por lo demás ya es evidente aquí y allá en Oriente, lo cual Drascher no puede dejar de constatar, pero que debiera inducirle a situar el problema en otros términos y acabar con muchos mitos y fútiles presunciones

* * *

Distingamos las explicaciones sobre el pasado de la problemática del presente inmediato.

Nosotros mantenemos firmemente que no se puede verdaderamente garantizar la primacía de una raza en el dominio absoluto, cuando no exista la premisa de su superioridad espiritual absoluta.

Acerca del pasado, para entenderlo, debemos ir un poco más lejos del hecho del “espíritu

 oceánico”, considerándolo de este modo, menos un principio que no una consecuencia. A ello se ha aproximado por un instante Drascher, al hablar del espíritu de la época humanista, cambiando sin embargo –como era previsible- el signo negativo al positivo. Cuando la visión humana se distanció de la trascendencia, la ineluctable voluntad de infinito inherente al hombre debía proyectarse hacia fuera y traducirse en una tensión, en un impulso irrefrenable, en una saturación abnorme e insostenible en el domino que se sitúa inmediatamente debajo del dominante el de la espiritualidad pura y de la contemplación, a saber en el dominio de la acción y de la voluntad. De donde, el giro hiperactivista, del cual el “espíritu oceánico”, la perenne insatisfacción “faústica”, el indomable impulso hacia delante, porque ninguno círculo cerrado y ninguna meta temporal son capaces de poder agotar una fuerza de lo alto. La voluntad de infinito, secularizada y traducida involutivamente, en términos ulteriores de pura acción, de conquista, de aventurera expansión comercial, se encuentra en la génesis del dominio de la raza blanca: pero se encuentra, por ello mismo, también en el punto exacto de la primera caída interna de la civilización espiritual occidental (preservada todavía hasta finales del Medioevo)y, verdaderamente, respecto uno de otro, en relación de efecto causa.

A esto se le debería enfrentar – aparte la inferioridad efectiva, en cualquier sentido, de distintos pueblos de color auténticamente salvajes- con una degeneración interna de ciertas grandes civilizaciones extra-europeas, degeneración acaso conforme con las denominadas “leyes cíclicas” y probablemente derivadas del hecho de que dichas civilizaciones no llevaron su desarrollo material en términos de acción a una altura adecuado a su elevado nivel espiritual (especialmente en el caso de la India) donde su estructura se encontró totalmente inerme frente al desencadenamiento occidental de los “conquistadores” e incluso luego, en espíritus orientados especialmente hacia una realidad y un conocimiento no-materiales, el imperativo de reacción no supo asumir una fuerza proporcionada, mientras los elementos inferiores, ante la disgregación y sojuzgamiento de sus estados, pasaron desde un temeroso respeto primero, a una imitación de los blancos después.

Las bases generales de la primera fase de expansión blanca se pueden reducir, más o menos, a los estos términos. “Valor”, en sentido superior, resulta difícil encontrar cerca de ella. Este desarrollo expansivo de la civilización que coincide con su primera crisis posee de forma considerable el sentido de un principio de agitación y perturbación explosivamente esparcido por el mundo entero.

En tal fase, la parte válida permanece en los límites del aventurerismo y de lo novelesco, dotes de carácter,  de coraje, de dura voluntad –es decir, las dotes de la casta guerrera-  son las únicas predominantes.Pasando al periodo siguiente, su examen no puede prescindir de la constancia de una rápida involución posterior de la civilización occidental. Es una ley fatal que cuando un elemento de una jerarquía pierde contacto con lo que su superior, se rebaja, ni siquiera tiene forma de seguir siendo el mismo, tiende a descender de nivel, a caer en el dominio del elemento inmediatamente inferior. Así la voluntad de infinito, proyectada fuera del plano de la espiritualidad pura y de los fines trascendentes, reducida a ser alma de simples empresas de conquista y aventura mundiales no debía tardar en acabar en un nivel todavía más bajo, esto es en el que está más debajo de la propia casta guerrera, en el nivel mercantil, y es así como penetra la segunda fase de la hegemonía blanca, en la cual las distintas compañías comerciales prosiguieron la huella de los antiguos conquistadores [ndt.- en español en el original] y de los navegantes sedientos de infinito, no asumiendo los restos de la sangre guerrera –como dijimos- mas que para su protección, como guardia armada de la economía. Pero en una caída resulta difícil detenerse a medio camino: por lo tanto del mundo del imperialismo mercantil y de la aventura capitalista se debía pasar al de las ideologías mas o menos demagógicas y democráticas, las cuales habrían de terminar lesionando gravemente el principio mismo de la hegemonía europea despojándolo de toda verdadera justificación.Así están hoy las cosas.  Por ello –digámoslo cuanto antes- resulta inútil formular  consignas y lanzar voces de alarma, mientras se descuida la tarea fundamental de reconstrucción interna, la cual, al revés de lo que cree Drascher, va mucho más allá del plano del simple espíritu de “raza” y de solidaridad.

Del peligro que corre la supremacía de la raza blanca, sólo Europa es responsable.

El verdadero enemigo está dentro. Las razas de color, también las de otra civilización, pueden ser todavía mantenidas a raya por el puño de hierro de una tropa de conquistadores. En el mundo de la técnica y de la ideología humanitaria por un lado, nacionalista por otro, toda primacía se torna problemática.La técnica, ante todo. Por su propia naturaleza la técnica es impersonal y transitiva. Que ella sea, en buena parte, una creación de la raza blanca poco importa, puesto que tal creación se vuelve pronto independiente, y es solo cuestión de tiempo que las mejores razas de color –los japoneses lo demuestran- se enseñoreen de la técnica como los blancos; quedando lejos la época en la cual los instrumentos técnicos desconocidos podían infundir un sentimiento de espanto y de místico terror casi, convirtiéndose en símbolos de aparente superioridad. Precisamente al “civilizar” otras razas, al “iluminarlas” y “desarrollarlas”, los pueblos blancos se han cavado su propia fosa.Pero esto era irremediable y, de un modo u otro, el fenómeno siempre habría sucedido. Resulta imposible convertir en monopolio y privilegio una civilización técnica como tal. : repitámoslo, tal civilización es impersonal y transitiva; al no estar ligada a ningún valor cualitativo, queda virtualmente abierta a todos.Los blancos podrán seguir estando siempre en vanguardia del “inventar”; pero ya no podrán conseguir que esos inventos les pertenezcan solo a ellos.Este es el primer punto. La guerra mundial, en la cual Drascher quiere ver la quiebra del prestigio de los pueblos blancos frente a los demás, si ha operado en tal sentido, lo ha sido principalmente por haber acelerado y difundido el contacto, entre algunos pueblos de color, con los instrumentos del poderío técnico de los blancos. El hecho de que también el antagonismo entre blancos haya sido causa del desprestigio, es algo que, viceversa, puede ser válido solamente para las razas más inferiores, negras y asimiladas[1], que no entran de lleno en el problema principal. De hecho resulta obligado reconocer que a ojos de cualquier hindú, chino, japonés de un cierto nivel, incluyendo a los más puros indígenas norteamericanos, dicho prestigio no ha podido caer, por el simple hecho de que éste nunca ha existido: si tales razas han reconocido la superioridad material de los blancos, han estado lejos de reconocer al mismo tiempo una verdadera superioridad espiritual. Mas la misma supremacía se ha vuelto problemática en el momento en que los misterios de la técnica han dejado, más o menos, de serlo.El segundo punto consiste en la difusión de la ideología humanitaria, nacionalista y, finalmente, bolchevique-proletaria. Difundir el dogma de la igualdad fundamental de todo ser dotado de apariencia humana no podía mas que equivaler a la destrucción del presupuesto de cualquier superioridad. También Drascher lo percibe: si solo hay hombres iguales, es naturalmente “injusto” que una raza domine a otra. El dominio, a lo más, será la línea de salida de una libre competencia, en igualdad de condiciones iniciales, y afectará únicamente a lado exterior, es decir material y administrativo.

El efecto más destructivo provocado por la guerra mundial ha sido causado por la ideología puesta en marcha a la sazón contra los Imperios centrales: punto importante que Drascher casi pasa por alto. Se trata de la ideología, mediante la cual la guerra mundial habría consistido en una especie de cruzada contra el “imperialismo agresivo” de los pueblos germánicos y, con la derrota de éstos, habría hecho triunfar, el “principio de las nacionalidades”, de la autodeterminación y de la soberanía de los diversos pueblos, con plena independencia de cualquier principio jerárquico superior. Una ideología semejante es justamente aquello que faltaba para dar un  golpe de gracia también al imperialismo de las razas blancas y para santificar la emancipación de los pueblos de color, su derecho de “paridad”, una vez que, más o menos, se han “civilizado”, es decir europeizados. Un drástico ejemplo de este desatino está muy reciente: a saber, Abisinia promovida, en el contexto de la Sociedad de naciones, al mismo rango que Italia, con derecho a mantener una voz absolutamente igual a la de cualquier nación occidental, siendo Italia señalada como el “agresor”.

El último empujón lo ha dado la ideología bolchevique-proletaria, y es este punto sobre todo que, aun sin suficiente conexión con el resto, Drascher tiene el mérito de haber resaltado. El mito de la solidaridad internacional del proletariado “oprimido” en la revuelta contra el capitalismo “explotador” y su tiranía es precisamente lo que faltaba para que los estratos más bajos de las razas de color se levanten en rebelión a fin de liberarse del yugo de los blancos, transformados, obviamente, más o menos en capitalistas explotadores, conquistando y administrando libremente los instrumentos de trabajo. Cae de esta manera el último halo de prestigio y de la superioridad de los blancos, dando lugar a un odio y a un desprecio, que a menudo la Unión soviética fomenta ideológicamente, sino también con concretas acciones políticas: “Mientras los rusos hacen odiosos a los blancos –dice acertadamente Drascher- los japoneses aparecen como innecesarios.”Empero, llegados a este punto resulta extremadamente importante determinar que los presupuestos de la revuelta de los pueblos de color enlazan en la forma más íntima con su propia degeneración, con su marcha por el camino de nuestra propia decadencia interna. Sobre todo Oriente surge como posible adversario de Occidente solo en el momento en que padece las ideologías más letales e inicuas, desdeñando sus auténticas tradiciones de raza. Es preciso darse cuenta que tras la primera invasión occidental, tras la material, ha irrumpido una segunda invasión, la ideológica, y es sólo ésta  la que está dando lugar al peligro de la emancipación, si no incluso al del contraataque, de las razas de color. La ideología del “principio de las nacionalidades” y de la “justicia social” a la democrática, sus secuelas de economía nacional soberana, junto a los presupuestos generales técnico-mecánicos y racionalistas del tipo que hasta hoy se ha convenido en llamar y se sigue llamando “civilización”, está destinada a generar por doquier tantos facsímiles de naciones occidentales, como tantas otras fuerzas en lucha o competencia, donde no será posible establecer ninguna sólida y auténtica supremacía, por el hecho mismo de que no existirá ya ningún verdadero principio, ningún prestigio intangible, ninguna ley reguladora desde arriba: el cuadro de la crisis y de la quiebra europeo se reproduciría en mucha más grande proporción abarcando a todos los continentes.

Si tal es el verdadero estado de cosas, analizado sin ficciones, colocar el problema de la supremacía occidental y de su defensa en simples términos de raza y de solidaridad racial es obviamente un error; y es también un error basarlo todo en dotes de carácter de voluntad, de tenacidad, de las cuales se ha comprobado que, cuando se lo proponen y concentran su espíritu en tal sentido, pueblos de color como los japoneses y los árabes, son tan capaces como nosotros. El verdadero problema es interno, no externo, es aquel de la reconstrucción de nuestra propia civilización en términos de una nueva civilización espiritual.

Resulta admirable que Mussolini, en pocas palabras, en su discurso a los estudiantes orientales, haya determinado los conceptos esenciales de tal problema. El punto de partida consiste en rechazar la identificación Occidente con esa civilización basada en el capitalismo, el liberalismo y el cientifismo, privada de alma y de ideal, que encarnada especialmente en las razas anglosajonas,  en los siglos precedentes ha agredido al mundo entero, considerándolo como un simple mercado de manufacturas y como una fuente de materias primas, estableciendo con Oriente meros lazos materialistas y de subordinación. Esta civilización está en la base tanto de nuestra crisis interna como de la externa, es decir la que está llevando a la erosión de  la hegemonía occidental y a la rebelión de los pueblos de color. “De los males bajo los que gime Asia, en su desencanto, en sus rechazos –ha dicho además Mussolini- nosotros vemos reflejado nuestro mismo rostro”. Es la consecuencia de la generalización de nuestra “civilización”, de la conversión de las “razas inferiores” a nuestra verdadera civilización. Si no sabemos renunciar a esta civilización o, cuando menos, si no sabemos circunscribirla a un  espacio determinado, reconociendo toda el relativismo de sus valores y de sus “conquistas”, no hay que hacer: a lo más, intentar la aventura de los choques armados intercontinentales de inmensas masas conducidas por nuevos jefes cesáreos, como dice Spengler.

La restauración de nuestra primacía puede venir únicamente mediante un retorno al espíritu, recorriendo hacia atrás los grados de esa involución que se oculta detrás del “progreso” occidental, recobrando el impulso de la “época oceánica”, `pero sin detenerse ahí. Des-secularizar ese impulso, reespiritualizarlo, enderezar en el sentido vertical de la trascendencia la voluntad de infinito desencadenada y progresivamente difundida, a partir del Renacimiento, en los circuitos de la inmanencia y de la exterioridad: tal es la verdadera misión y el principio de toda acción posterior. Si la civilización occidental logra integrarse en tal dirección, la posibilidad de restaurar su primacía mundial pueden ser afirmativas, en función no de consideraciones sentimentales, sino reales, en el siguiente sentido.Nosotros hemos aludido a leyes cíclicas que presiden el desarrollo de la civilización y que, entre otras cosas, se manifiestan por el hecho de que las formas últimas de todo ciclo pierden su originario carácter espiritual, se materializan, se solidifican, y finalmente se disuelven desordenada y “activisticamente”, para posteriormente dar lugar a un nuevo principio organizador. No este el sitio para detenerse en una exposición de dichas leyes, ni para demostrar que ellas, desde hace cierto tiempo, parecen actuar no sobre un pueblo en particular, sino sobre el conjunto de la  humanidad terrestre. Todo ello nos dice, en cualquier caso, que Occidente se halla en el punto más extremado de este general movimiento descendente: en él la crisis está en su plenitud, las consecuencias finales de toda una civilización material y antitradicional son evidentes. Por consiguiente, Occidente se encuentra más adelante – más próximo al final pero también al principio de un ciclo- que cualquier otra civilización, como Oriente, que solo ahora, en su incipiente europeizarse y levantarse, comienzan a entrar en la crisis propia y verdadera, y aun cuando conserven mayores restos de espiritualidad tradicional, pero que, al fin y a la postre, deberán recorrer nuestro mismo calvario. Por lo cual, si a nosotros nos lograra conducir al final de la crisis, si fuéramos capaces de recuperar un contacto con el auténtico espíritu metafísico, propio de Occidente, con ésta su nueva civilización, este se encontraría en una posición de cabeza, mientras las otras razas, tras haber disfrutado del rápido milagro de los beneficios de una civilización técnico-material, se encontraría en el punto de nuestra crisis actual. Y tal será el punto de la restauración de nuestra primacía: de una primacía absoluta, pues será la que posea como presupuesto para cualquier hegemonía el derecho de una sólida, compacta y superior civilización.Y si la Italia fascista, es,  entre las distintas naciones occidentales, la que, en primer lugar, parece haber sabido superar el punto muerto, que ha lanzado el llamamiento para reaccionar contra la degeneración de la civilización materialista, democrática y capitalista, contra el egoísmo del más carente de luces de entre los pérfidos imperialismos occidentales y, por último, contra la ideología societaria, tenemos derecho a suponer, sin sombra alguna de fatuidad chovinista, que Italia se hallará también en  primera línea entre las fuerzas que guiarán el mundo por venir y restablecerán la supremacía de la raza blanca. 

Nota del Traductor.- El presente texto figura como apéndice de la edición de 1979 de “Indirizzi per una educazione razziale” (Padova, Edizione di AR). Se trata de un artículo de Evola aparecido en julio de 1936 en la publicación periódica fascista “Lo Stato”. Léase, pues, tanto en el contexto internacional de la época (Invasión italiana de Abisinia, Sociedad de naciones, conflicto con el imperialismo británico, racismo de Estado alemán, primeras declaraciones “racistas” del régimen de Mussolini, proclamación del “imperio”, etc.) como en el sentido integral, coherente, de la obra evoliana, específicamente dentro de su preocupación por dotar al Fascismo de una amplia y estructurada Doctrina Racial basada en la relectura crítica de la “civilización” occidental moderna desde la Cosmovisión Tradicional propia de Evola. (Trad. A. Beltrán, 2004) 



[1] Nota del Editor italiano- “Por lo que respecta a la presunta incapacidad de las razas negras para dar a luz a cualquier forma de civilización, ampliando su organización social más allá del fraccionamiento tribal, -leemos en una recensión del Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas de A. De Gobineau- se puede comprobar que, en realidad, no existe base seria alguna en la suposición de que el estado originario de los pueblos negros fuera el de la disgregación y el del desorden social; antes bien, existen muchas y muy buenas razones para admitir que condiciones de este tipo constatadas entre ciertas poblaciones sean a menudo el resultado de  una degeneración y de una involución, en los que se puede distinguir todavía los signos de un precedente fundamento espiritual que organizaba sus vidas  Ni se debería olvidar que fue precisamente la brutal intervención de los blancos la que favoreció en última instancia dicha disgregación; piensesé por ejemplo, a comienzos del esclavismo, en hechos menos conocidos pero muy significativos, como el asesinato sistemático  por parte de los alemanes de todas las autoridades políticas locales de Camerún, o la destrucción de un imperio de vastas dimensiones en el Africa suroccidental a manos de portugueses y belgas. Y, por lo demás, una buena ocasión para reflexionar nos la podría ofrecer también una imagen hallada en Angola, que representa al hombre blanco moderno con la boca cerrada, porque ha perdido el Verbo, y que ostenta sobre el pecho, en el lugar del corazón, la  representación de la única luz capaz de concebir: una lamparilla eléctrica” (cf. Jean Servier, L `Homme et l´Invisible, pag. 305). Así pues, pudiera  decirse que, no obstante su degeneración, ciertas poblaciones “inferiores” han mantenido siempre ese mínimo de sensibilidad y discernimiento que les ha  permitido protegerse de esa atrofia de las facultades interiores humanas tan generalizada entre los blancos más desarrollados; mientras que estos últimos, al contrario, en la mayor parte de los casos, ya no se dan ni siquiera  cuenta, haciendo inútil cualquier referencia al respecto” (“Rivista di Studi Tradizionali”, nº 18. Enero-marzo 1966, pp. 43-44) El autor de este comentario reproduce, además en nota a pie de página, el testimonio de los primeros navegantes europeos de finales del Medioevo, tal como han ido resumidas por Leo Frobenius en Storia della civiltà africana, Einaudi, Torino 1950, p. 38. “...cuando arribaron al golfo de Guinea y pisaron tierra cerca de Weida, los capitanes quedaron desconcertados. Calles trazadas con esmero, a lo largo de las cuales se abrían por millares hileras de arboles; durante jornadas enteras de viaje, una tierra cubierta  de espléndidas praderas, hombres vestidos con magnifica telas de confección propia. Más lejos, hacia el sur, en el reino del Congo, multitud de personas ataviadas con seda y terciopelo: grandes Estados bien organizados, con una estructura cuidada al mínimo detalle, señores poderosos, exuberancia industrial... De los relatos de los navegantes de los siglos XV al XVII, se desprende que el Africa negra florecía entonces en el pleno esplendor  de una civilización armoniosamente constituida”

  

VISIONES Y REVISIONES: EL SENTIDO DE LA HISTORIA por Giorgio Locchi

VISIONES Y REVISIONES: EL SENTIDO DE LA HISTORIA por Giorgio Locchi

Muchos se preguntan hoy por el “sentido de la historia”, es decir, por el fin y por el significado de los fenómenos históricos. El objeto de este artículo es el examen de las respuestas que nuestra época da a esta doble cuestión, tratando de reconducirlas, pese a su aparente multitud, a dos tipos fundamentales, rigurosamente antagónicos y contradictorios.
 
Pero, ante todo, es necesario arrojar luz sobre el significado que damos al término “historia”. Esta puntualización de vocabulario tiene su importancia. Hablamos a veces de “historia natural”, de “historia del cosmos”, de “historia de la vida”. Se trata, ciertamente, de imágenes analógicas. Pero toda analogía, en el momento en que subraya poéticamente una semejanza, implica también lógicamente una diversidad fundamental. El universo macrofísico, en realidad, no tiene historia: como nosotros lo percibimos, como podemos representárnoslo, no hace más que cambiar de configuración a través del tiempo. Tampoco la vida tiene historia: su devenir consiste en una evolución: evoluciona. Se comprende, por tanto, que la historia es el modo de devenir del hombre (y sólo del hombre) en cuanto tal: sólo el hombre deviene históricamente. Por consiguiente, plantearse la cuestión de si la historia tiene un sentido, es decir un significado y un fin, equivale en el fondo a preguntarse si el hombre, que es en la historia y que ( voluntariamente o no) hace la historia, tiene él mismo un sentido, si su participación en la historia es o no una actitud racional.
 
Tres periodos sucesivos
 
Por todas partes, hoy, la historia está bajo acusación. Se trata, como veremos, de un fenómeno antiguo. Pero hoy la acusación se hace más vehemente, más explícita que nunca. Es una condena total y sin apelación la que se nos pide que pronunciemos. La historia, se nos dice, es la consecuencia de la alienación de la humanidad. Se invoca, se propone, se proyecta el fin de la historia. Se predica el retorno a una especie de estado de naturaleza enriquecido, la interrupción del crecimiento, el fin de las tensiones, el retorno al equilibrio tranquilo y sereno, a la felicidad modesta, pero asegurada, que sería la de toda especie viviente. Nos vienen inmediatamente a la memoria los nombres de algunos de estos teóricos, como los de Herbert Marcuse y Claude Lèvi-Strauss, cuyas doctrinas son bien conocidas.
 
La idea de un fin de la historia puede parecer una de las más modernas. En realidad, no lo es en absoluto. En efecto, basta con examinar las cosas con mayor atención para darse cuenta  de que esta idea no es más que el punto en que lógicamente desemboca una corriente de pensamiento que tiene una antigüedad de, al menos, dos mil años y que, desde hace dos mil años, domina y conforma lo que llamamos “civilización occidental”. Esta corriente de pensamiento es la del pensamiento igualitario. Expresa una voluntad igualitaria, que fue instintiva y casi ciega en sus inicios, pero que, en nuestra época, se ha convertido en algo perfectamente consciente de sus aspiraciones y de su objetivo final. Ahora, este objetivo final del proyecto igualitario es precisamente el fin de la historia, la salida de la historia.
 
El pensamiento igualitario ha atravesado en el curso de los siglos tres periodos sucesivos. En el primero, que corresponde al nacimiento y al desarrollo del cristianismo, se ha constituido en forma de mito. Este término no sobrentiende nada negativo. Llamamos “mito” a todo discurso que, desarrollándose a partir de sí mismo, crea, al mismo tiempo, su lenguaje, dando así a las palabras un sentido nuevo, y apela, recurriendo a  símbolos, a la imaginación de aquellos a quienes se dirige. Los elementos estructurales de un mito se llaman mitemas. Constituyen una unidad de contrarios, pero estos contrarios, no habiéndose separado todavía, permanecen ocultos, por así decirlo, invisibles. En el proceso de desarrollo histórico, la unidad de estos mitemas explota, dando, por tanto, nacimiento a ideologías enfrentadas. Ha sucedido así con el cristianismo, cuyos mitemas han acabado generando las iglesias, luego las teologías y, finalmente, las ideologías enfrentadas (como la de la revolución americana y la de la revolución francesa).
 
El abrirse y la difusión de estas ideologías corresponde al segundo periodo del igualitarismo. En relación con el mito, las ideologías proclaman ya unos principios de acción, pero todavía no extraen de ellos  las consecuencias, lo que hace que así su práctica sea hipócrita, escéptica e ingenuamente optimista.
 
Se llega, de esta forma, al tercer periodo, en el cual las ideas contradictorias generadas por los mitemas originales se resuelven en una unidad, que es la del concepto sintético. El pensamiento igualitario, animado ya por una voluntad que ha llegado a ser plenamente consciente, se expresa en una forma que se decreta “científica”. Pretende ser una ciencia. En el desarrollo que nos interesa, este estadio corresponde a la aparición del marxismo y de sus derivados (Cf. en particular, la doctrina de los Derechos del Hombre)
 
El mito, las ideologías, la pretendida ciencia igualitaria expresan, por así decirlo, los niveles sucesivos de conciencia de una misma voluntad; fruto de una misma mentalidad, presentan siempre la misma estructura fundamental. Lo mismo sucede, naturalmente, con las concepciones de la historia que derivan de ella, y que no difieren entre sí más que por la forma y por el lenguaje utilizado en el discurso. Sea cual sea su forma histórica, la visión igualitaria de la historia es una visión escatológica, que atribuye a la historia un valor negativo y no le reconoce ningún sentido más que en la medida en que el movimiento histórico tiende , con su propio movimiento, a su negación y a su fin.
 
Restitución de un momento dado
           
Si se examina la Antigüedad pagana, se observa cómo esta ha oscilado entre dos visiones de la historia, de la que una no era más que la antítesis con respecto a la otra: ambas concebían el devenir histórico como una sucesión de instantes en la cual todo instante presente delimita siempre, por un lado el pasado, por el otro el porvenir. La primera de estas versiones propone una imagen cíclica del devenir histórico. Implica la repetición eterna de instantes, de hechos y de periodos dados. Es lo que expresa la fórmula nihil sub sole novi. La segunda, que, por lo demás, acabará resolviéndose en la primera, propone la imagen de una línea recta que tiene un inicio, pero no un fin, no por lo menos un fin imaginable y previsible.
 
El cristianismo, en cierta medida, ha llevado a cabo una síntesis de estas dos visiones antiguas de la historia, sustituyéndolas con una concepción que se ha definido como lineal, y que es, en realidad, segmentaria. En esta visión la historia tiene un inicio, pero también tiene que tener un fin. No es más que un episodio, un accidente en el ser de la humanidad. El verdadero ser del hombre es exterior a la historia. Y el fin de la historia se considera que nos devuelve, sublimándolo, lo que se encontraba en el principio. Como en la visión cíclica, hay, por tanto, en la visión fragmentaria una conclusión por la restitución de un momento dado, pero al contrario de lo que sucede en el ciclo, este momento se sitúa ya fuera de la historia, fuera del devenir histórico; apenas  restituido se congelará en una inmutable eternidad; el momento histórico, al haberse cumplido, ya no se reproducirá más. Asimismo, como en la visión segmentaria, hay  un inicio de la historia pero a este inicio se añade un fin, de modo que la verdadera eternidad humana no es la del devenir sino la del ser.
 
Este episodio que es la historia se percibe, desde la perspectiva cristiana, como una verdadera maldición. La historia deriva de una condena del hombre por parte de Dios, condena a la infelicidad, al trabajo, al sudor y a la sangre, que sanciona una culpa cometida por el hombre. La humanidad que vivía en la feliz inocencia del jardín del Edén, ha sido condenada a la historia porque Adán, su antepasado, ha transgredido el mandamiento divino, ha probado el fruto del Árbol de la ciencia, y ha querido ser similar a Dios. Esta culpa de Adán, en cuanto pecado original, pesa sobre todo individuo que viene al mundo. Es inexplicable por definición, ya que el ofendido es Dios mismo. Pero Dios, en su infinita bondad, acepta hacerse cargo él mismo de la expiación: se hace hombre encarnándose en la persona de Jesús. El sacrificio del Hijo de Dios introduce en el devenir histórico el advenimiento esencial de la Redención. Sin duda, esta sólo concierne a los individuos tocados por la Gracia. Pero hace ya posible el lento camino hacia el fin de la historia, para el cual la “comunidad de los santos” deberá preparar a la humanidad. Al final, llegará un día en que las fuerzas del Bien y del Mal se enfrentarán en una última batalla, que desembocará en un Juicio final y, por tanto, en la instauración de un Reino de los cielos que tiene su correspondencia dialéctica en el abismo del Infierno.
 
El Edén antes del inicio de la historia, el pecado original; la expulsión del jardín del Edén; la travesía por este valle de lágrimas que es el mundo, lugar del devenir histórico; la Redención; la comunidad de los santos, la batalla apocalíptica y el Juicio final; el fin de la historia y la instauración de un Reino de los cielos: tales son los mitemas que estructuran la visión mítica de la historia propuesta por el cristianismo, visión en la que el devenir histórico del hombre tiene un valor puramente negativo y el sentido de una expiación.
 
La visión marxista
 
Los mismos mitemas se encuentran idénticamente  pero con una forma laicizada y pretendidamente científica en la visión marxista de la historia. Empleando el término “marxista” no tenemos la intención de participar en el debate, muy de moda hoy, sobre lo que sería el “verdadero pensamiento” de Marx. En el curso de su existencia Karl Marx ha pensado cosas muy diferentes y se podría discutir largo y tendido para saber cuál es el “verdadero” Marx. Nos referimos, por tanto, al marxismo recibido que ha sido durante mucho tiempo, y que, en resumidas cuentas, sigue siendo hasta ahora, la doctrina de los partidos comunistas y de los Estados que se reconocen en la interpretación leninista.
 
En esta doctrina la historia es presentada como el resultado de una lucha de clases, es decir, de una lucha entre grupos humanos que se definen por sus respectivas condiciones económicas; el jardín del Edén de la prehistoria se encuentra en esta versión en el “comunismo primitivo” practicado por una humanidad todavía inmersa en el estado de naturaleza y puramente predadora. Mientras en el Edén el hombre padecía las constricciones resultantes de los mandamientos de Dios, las sociedades comunistas prehistóricas vivían bajo la presión de la miseria. Esta presión ha llevado a la invención de los medios de producción agrícola, pero esta invención se ha revelado también como una maldición. Implica, en efecto, no sólo la explotación de la naturaleza por parte del hombre, sino también la división del trabajo, la explotación del hombre por el hombre y, por consiguiente, la alienación de todo hombre respecto a sí mismo. La lucha de clases es la consecuencia implícita de esta explotación del hombre por el hombre. Su resultado es la historia.
 
Como se ve, son las condiciones económicas las que determinan para los marxistas los comportamientos humanos. Por concatenación lógica, estos últimos conducen a la creación de sistemas de producción siempre nuevos, que causan a su vez condiciones económicas nuevas, y, sobre todo, una miseria cada vez mayor de los explotados. Sin embargo, también ahí, interviene una Redención. Con el advenimiento del sistema capitalista, la miseria de los explotados alcanza, en efecto, su culminación: llega a ser insoportable. Los proletarios toman entonces conciencia de su condición, y esta toma de conciencia redentora tiene por efecto la organización de los partidos comunistas, exactamente como la redención de Jesús había llevado a la fundación de una comunidad de santos.
 
Los partidos comunistas emprenderán una lucha apocalíptica contra los explotadores. Esta podrá ser difícil, pero será necesariamente victoriosa (es el “sentido de la historia”). Llevará a la abolición de las clases, pondrá fin a la alienación del hombre, permitirá la instauración de una sociedad comunista inmutable y sin clases. Y así como la historia es el resultado de la lucha de clases, evidentemente, ya no habrá historia. El comunismo prehistórico será restituido, como el jardín del Edén del Reino de los cielos, pero de modo sublimado: mientras la sociedad comunista primitiva estaba afligida por la miseria material, la sociedad comunista post-histórica se beneficiará de una satisfacción perfectamente equilibrada de sus necesidades.
 
Así, en la visión marxista, la historia asumirá igualmente un valor: negativo. Nacida de la alienación original del hombre, no tiene sentido más que en  la medida en que, aumentando incesantemente la miseria de los explotados, contribuye, por fin, a crear las condiciones en las cuales esta miseria desaparecerá, y “trabaja” de algún modo para su propio fin.
 
Una determinación de la historia
 
Estas dos visiones igualitarias de la historia, la visión religiosa cristiana y la visión laica marxista, ambas segmentarias, ambas escatológicas, implican lógicamente, la una y la otra, una determinación de la historia que no es obra del hombre, sino de algo que lo transciende. El  cristianismo y el marxismo no se esfuerzan ni siquiera en negarlo. El cristianismo atribuye al hombre un libre albedrío  que le permite afirmar que Adán, al haber “elegido” libremente pecar, es el único responsable de su culpa, es decir, de su imperfección. Es, por tanto, Dios el que ha hecho (y, así, el que ha querido) que Adán sea imperfecto. Por su parte, los marxistas afirman a veces que es el hombre el que hace la historia, o, más exactamente, los hombres en tanto que pertenecientes a una clase social. De lo que resulta, sin embargo, que las clases sociales están determinadas y definidas por las condiciones económicas. Resulta, también, que es la miseria original la que ha obligado a los hombres a entrar en la sanguinaria concatenación de la lucha de clases. El hombre no es, por tanto, activado más que por su condición económica. Es el hazmerreír de una situación que tiene su origen en la naturaleza misma en tanto que juego de fuerzas materiales.
 
De esto resulta que cuando el hombre juega un papel en las visiones igualitarias de la historia, es un papel de una obra que no ha escrito, que no podrá haber escrito; y esta obra es una farsa trágica, vergonzosa y dolorosa. La dignidad, como la verdad auténtica del hombre, se sitúan fuera de la historia, antes y después de la historia.
 
Por otra parte, toda cosa posee en sí su propia antítesis relativa. La visión escatológica de la historia posee también su antítesis relativa, igualitaria también esta, que es la teoría del progreso indefinido. En esta teoría el movimiento histórico es representado como tendente de forma constante hacia un punto cero que no se alcanza nunca. Este “progreso” puede ir en el sentido de un “cada vez mejor”, excluyendo, no obstante, la idea de un bien perfecto y absoluto: es un poco la visión ingenua de la ideología americana, ligada al american way of life, es también la de cierto “marxismo desengañado”. Puede ir también en el sentido de un “cada vez peor”, sin que la medida del mal alcance nunca su culminación: es un poco la visión pesimista de Freud, que no veía cómo esta “infelicidad” que es la civilización podría cesar de reproducirse algún día (hay que observar, por otra parte, que esta visión pesimista del freudismo está actualmente en fase de ser reabsorbida, sobre todo, por parte de Marcuse y de los freudomarxistas, en la tesis escatológica del marxismo, después de haber desempeñado la función que siempre ha desempeñado toda antítesis desde la invención del Diablo, es decir: una función instrumental)
 
Animar otra voluntad
 
Como todo el mundo sabe, es a Friedrich Nietzsche a quien se remonta la reducción del cristianismo, de la ideología democrática y del consumismo al común denominador del igualitarismo. Pero es también a Nietzsche a quien se remonta el segundo tipo de visión de la historia, que, en la época actual, se opone (subterráneamente a veces, pero con mucha más tenacidad) a la visión escatológica y segmentaria del igualitarismo. Nietzsche, en efecto, no sólo ha querido analizar, sino también combatir el igualitarismo. Ha querido inspirar, suscitar un proyecto opuesto al proyecto igualitario, animar otra voluntad, alentar un juicio de valor diametralmente distinto. Por este motivo su obra presenta dos aspectos, ambos complementarios. El primer aspecto es propiamente crítico; se podría decir incluso científico. Su objetivo es arrojar luz sobre la relatividad de todo juicio de valor, de toda moral e, incluso, de toda verdad pretendidamente absoluta. De tal manera evidencia la relatividad de los principios absolutos proclamados por el igualitarismo. Pero junto a este aspecto crítico, existe otro, que podríamos definir poético, ya que esta palabra deriva del griego poiein, que significa “hacer, crear”. Con este trabajo poético, Nietzsche se esfuerza por dar vida a un nuevo tipo de hombre, ligado a nuevos valores y que extrae sus principios de acción de una ética que no es la del Bien y del Mal, sino una ética que es legítimo definir como sobrehumanista.
Para dar una imagen de lo que podría ser una sociedad humana fundada sobre los valores que propone, Nietzsche ha recurrido casi siempre al ejemplo de la sociedad griega arcaica, a la más antigua sociedad romana, y también a las sociedades ancestrales de la antigüedad indoeuropea, aristocrática y conquistadora. Eso lo sabe casi todo el mundo. Por contra, no se presta la suficiente atención al hecho de que Nietzsche, al mismo tiempo, advierte contra la ilusión que consiste en creer que sería posible “hacer volver a los Griegos”, es decir, resucitar el mundo antiguo precristiano. Ahora, este detalle es de una importancia extrema, porque nos ofrece una clave necesaria para comprender mejor la visión nietzscheana de la historia. Nietzsche ha ocultado voluntariamente, “codificado”, se podría decir, el sistema organizador de su pensamiento. Lo ha hecho, como dice expresamente, en conformidad con cierto sentimiento aristocrático: tiene la intención de vetar a los inoportunos el acceso a su casa. Es la razón por la que se contenta con entregarnos todos los elementos de su concepción de la historia, sin revelarnos nunca cómo hay que combinarlos.
 
Además, el lenguaje adoptado por Friedrich Nietzsche es el lenguaje del mito, lo que no hace más que añadir dificultades de interpretación. La tesis aquí expuesta no es, por tanto, nada más que una posible interpretación del mito nietzscheano de la historia; pero se trata de una interpretación que tiene su peso histórico, ya que ha inspirado todo un movimiento metapolítico de poderosas prolongaciones, a veces, definido como revolución conservadora, y que es también la interpretación de aquellos que, reconociéndose en Nietzsche, se adhieren más íntimamente a sus declaradas intenciones antiigualitarias.
 
Los elementos, los mitemas que se vinculan a la visión nietzscheana de la historia son principalmente tres: el mitema del último hombre, el del advenimiento del superhombre y, finalmente, el del Eterno retorno de lo Idéntico.
 
El Eterno retorno
 
A los ojos de Nietzsche, el último hombre representa el mayor peligro para la humanidad. Este último hombre pertenece a la inextinguible raza de los piojos. Aspira a una pequeña felicidad que sería igual para todos. Quiere el fin de la historia porque la historia es generadora de acontecimientos, es decir, de conflictos y de tensiones que amenazan esta “pequeña felicidad”. Se burla de Zarathustra que predica el advenimiento del superhombre. Para Nietzsche, en efecto, el hombre no es más que un “puente entre el mono y el superhombre”, lo que significa que el hombre y la historia no tienen sentido más que en la medida en que tienden a una superación y, para hacer esto, no dudan en aceptar su desaparición. El superhombre corresponde a un fin, a un fin dado en cada momento y que quizás es imposible alcanzar; mejor, un fin que, en el instante mismo en que se alcanza, se vuelve a proponer un nuevo horizonte. En tal perspectiva, la historia se presenta, por tanto, como una perpetua superación del hombre por parte del hombre.
 
Sin embargo, en la visión de Nietzsche, hay un último elemento que parece, a primera vista, contradictorio con respecto al mitema del superhombre, el del Eterno retorno. Nietzsche afirma, en efecto, que el Eterno retorno de lo Idéntico domina el devenir histórico, lo que, a primera vista, parece indicar que nada nuevo puede producirse, y que toda superación queda excluida. El hecho es, por lo demás, que este tema del Eterno retorno ha sido a menudo interpretado en el sentido de una concepción cíclica de la historia, concepción que recuerda mucho la de la antigüedad pagana. Se trata, desde nuestro punto de vista, de un serio error contra el que el propio Nietzsche nos puso en guardia. Cuando, bajo el Pórtico que lleva el nombre de Instante, Zarathustra interroga al Espíritu de la Pesadez sobre el significado de dos caminos eternos que, viniendo de direcciones opuestas, se reúnen en aquel punto preciso, el Espíritu de la Pesadez responde: “Todo lo recto miente, la verdad es curva, también el tiempo es un círculo”. Entonces, Zarathustra replica con violencia: “Espíritu de la Pesadez, no tomes tan a la ligera la cosa”.
 
En la visión nietzscheana de la historia, contrariamente al caso de la antigüedad pagana, los instantes no son vistos, por tanto, como puntos que se suceden sobre una línea, sea esta recta o circular. Para comprender sobre qué se apoya la concepción nietzscheana del tiempo histórico, más bien, hay que poner esta en paralelo con la concepción relativista del universo físico tetradimensional. Como se sabe, el universo einsteniano no puede ser representado “sensiblemente”, ya que nuestra sensibilidad, siendo de orden biológico, no puede tener más que representaciones tridimensionales. Al mismo tiempo, en el universo histórico nietzscheano el devenir del hombre se concibe como un conjunto de momentos de los que cada uno forma una esfera en el interior de una “hiperesfera” tetradimensional, en que cada momento puede, por consiguiente, ocupar el centro con respecto a los otros. Desde esta perspectiva, la actualidad de todo  momento no se llama ya “presente”. Al contrario, presente, pasado y porvenir coexisten en todo momento: son las tres dimensiones de todo momento histórico. ¿Acaso no cantan los animales de Zarathustra a su Maestro: “En cada instante comienza el ser; en torno a todo ‘aquí’ gira la esfera ‘allá’. El centro está en todas partes. Curvo es el sendero de la eternidad”?
 
La elección que se ofrece a nuestra época
 
Todo esto puede parecer complicado, del mismo modo que la teoría de la relatividad es también complicada. Para ayudarnos, acudamos a algunas imágenes. El pasado, para Nietzsche, no corresponde en absoluto a lo que ha sido “de una vez por todas”, elemento congelado para siempre que el presente dejaría detrás de sí. Del mismo modo, el porvenir ya no es el efecto obligatorio de todas las causas que le han precedido en el tiempo y que le determinan, como en las visiones lineales de la historia. En todo momento de la historia, en toda “actualidad”, pasado y porvenir son, por así decirlo, nuevamente cuestionados, se configuran según una nueva perspectiva, conforman otra verdad. Se podría decir, para usar otra imagen, que el pasado no es otra cosa que el proyecto al cual el hombre conforma su acción histórica, proyecto que trata de realizar en función de la imagen que se forma de sí mismo y que se esfuerza por encarnar. El pasado aparece, entonces, como una prefiguración del porvenir. Es, en sentido propio, la “imaginación” del porvenir: que viene a ser uno de los significados canalizados por el mitema del Eterno retorno.
 
Por consiguiente, está claro que, en la visión que nos propone Nietzsche, el hombre asume la total responsabilidad del devenir histórico. La historia es su obra. Lo que viene a significar que asume también la total responsabilidad de sí mismo, que es verdadera y totalmente libre: faber suae fortunae. Esta libertad es una libertad auténtica, no una “libertad”condicionada por la Gracia divina o por las constricciones de una situación material económica. Es también una libertad real, es decir, una libertad que consiste en la posibilidad de elegir entre dos opciones opuestas, opciones existentes en todo momento de la historia y, que, siempre, cuestionan nuevamente la totalidad del Ser y del devenir del hombre (si estas opciones no fuesen siempre realizables, la elección no sería más que una falsa elección, la libertad, una falsa libertad, la autonomía del hombre, una apariencia).
 
Ahora, ¿cuál es la elección que se ofrece a los hombres de nuestra época? Nietzsche nos dice que esta elección debe hacerse entre el “último hombre”, es decir, el hombre del fin de la historia, y el impulso hacia el superhombre, es decir, la regeneración de la historia. Nietzsche considera que estas dos opciones son tan reales como fundamentales. Afirma que el fin de la historia es posible, que debe ser examinado seriamente, del mismo modo que es posible su contrario: la regeneración de la historia. En última instancia, el resultado dependerá de los hombres, de la elección que lleven a cabo entre ambos campos, el del movimiento igualitario que Nietzsche llama el movimiento del último hombre, y el otro movimiento, que Nietzsche se ha esforzado por suscitar, que ya ha suscitado, y que él llama “su” movimiento.
 
Dos sensibilidades
 
Visión lineal y visión esférica de la historia: nos encontramos aquí enfrentados a dos sensibilidades diferentes que no han dejado de oponerse, que se oponen y que seguirán oponiéndose. Estas dos sensibilidades coexisten en la época actual. Ante un espectáculo como el de las Pirámides, por ejemplo, la sensibilidad igualitaria verá, desde el punto de vista moral, un símbolo execrable, ya que sólo la esclavitud, la explotación del hombre por el hombre, han permitido la concepción y la realización de estos monumentos. La otra sensibilidad, al contrario, se sentirá impresionada, ante todo, por la unicidad de esta expresión artística y arquitectónica, por todo lo que supone de grande y espantoso en el hombre que se atreve a  hacer la historia y que desea dar forma a su destino…

Tomemos otro ejemplo. Oswald Spengler, en una página famosa, ha recordado a aquel centinela  romano que, en Pompeya,  se dejó sepultar por la lava porque ningún superior le había dado el relevo. Para una sensibilidad igualitaria, ligada a una visión segmentaria de la historia, tal gesto está totalmente desprovisto de sentido. En última instancia, no puede más que condenarlo, al mismo tiempo que condena la historia, porque, a sus ojos, este soldado ha sido víctima de una ilusión o de un error “inútil”. Al contrario, el mismo gesto resultará inmediatamente ejemplar desde el punto de vista de la sensibilidad trágica y sobrehumanista, que comprende, intuitivamente se podría decir, que este soldado romano no  había llegado a ser verdaderamente un hombre más que conformándose a la imagen que se forjó de sí, es decir, la imagen de un centinela de la ciudad imperial.
 
Hemos citado a Spengler. Esto nos lleva a plantear, después de él, el problema del destino de Occidente. Spengler, como se sabe, era pesimista. Según él, el fin de Occidente está próximo, y el hombre europeo, como el soldado de Pompeya, no  puede más que mantener su propia función hasta el final, antes de perecer como un héroe trágico abrazando su mundo y su civilización. Pero en 1980 (época de la primera publicación del presente artículo) es al fin de toda la historia a lo que tiende Occidente.
 
Es al retorno a la “felicidad inmóvil de la especie” a lo que apelan sus deseos, sin ver en tal perspectiva nada trágico, más bien, al contrario. El Occidente igualitario y universalista tiene vergüenza de su pasado. Siente horror por su especificidad que ha creado su superioridad durante siglos, mientras en su subconsciente se abría camino la moral que se ha dado. Porque este Occidente bimilenario es también un Occidente judeocristiano que ha acabado descubriéndose como tal, y que hoy saca las consecuencias correspondientes. Ciertamente, este Occidente también ha transmitido durante mucho tiempo una herencia griega, latina, germánica, romana, y de ello ha hecho su fuerza. Pero las masas occidentales, privadas de verdaderos maestros, reniegan de esta herencia indoeuropea. Sólo pequeñas minorías, esparcidas por acá y por allá, miran con nostalgia las realizaciones de sus más lejanos antepasados, se inspiran en valores que fueron suyos, y sueñan con resucitarlos. Tales minorías pueden parecer risibles y, quizás, lo sean efectivamente. Y, sin embargo, una minoría, tal vez incluso ínfima, puede siempre llegar a guiar a una masa.
 
Esta es la razón por la cual el Occidente moderno, este Occidente nacido del compromiso constantiniano y del in hoc signo vinces, ha caído en la esquizofrenia. En su inmensa mayoría, quiere el fin de la historia y aspira a la felicidad en la regresión. Y al mismo tiempo, estas pequeñas minorías tratan de fundar una nueva aristocracia y tienen la esperanza de un nuevo Retorno que, en cuanto tal, no podrá  producirse nunca (“los Griegos no vuelven”), pero que puede mutarse en una regeneración de la historia.
 
Hacia una regeneración de la historia
 
Aquellos que han adoptado una visión lineal o segmentaria de la historia tienen la certeza de “estar del lado de Dios”, como dicen los unos, de “ir en el sentido de la historia”, como dicen los otros. Sus adversarios no pueden tener ninguna certeza. Si se cree que la historia la hace el hombre y sólo el hombre, si se cree que el hombre es libre y que libremente forja su destino, hay que admitir que esta libertad puede, en último término, volver a cuestionar, e incluso abolir, la historicidad misma del hombre. Les es preciso, repitámoslo, considerar que el fin de la historia es posible, aunque es una eventualidad que rechazan y contra la que se baten. Pero si el fin de la historia es posible, también la regeneración de la historia lo es, en todo momento. Porque la historia no es ni el reflejo de una voluntad divina, ni el resultado de una lucha de clases predeterminada por la lógica de la economía, sino el resultado de una lucha que emprenden los hombres entre sí en nombre de las imágenes que se forman respectivamente de ellos mismos y a las cuales, realizándolas, tratan de adecuarse.

En la época en que vivimos, algunos no encuentran otro sentido en la historia más que en la medida en que esta tiende a la negación de la condición histórica del hombre. Para otros, al contrario, el sentido de la historia no es otro que el sentido de una imagen del hombre, una imagen usada y consumida por la marca del tiempo histórico. Una imagen dada en el pasado, pero que conforma siempre su actualidad. Una imagen que no pueden realizar más que con una regeneración del tiempo histórico. Estos saben que Europa no es ya más que un cúmulo de ruinas. Pero, con Nietzsche, saben también que una estrella, si ha de nacer, nunca puede empezar a brillar más que en un caos de polvo oscuro.
 
Giorgio Locchi    

 


Visiones y Revisiones: LA "OTRA HISTORIA" DE ESPAÑA

Visiones y Revisiones: LA "OTRA HISTORIA" DE ESPAÑA

"Algo huele a podrido en Dinamarca",
o el porqué y cómo de la tergiversación histórica de la España medieval

Redacción Revista de Historia y Pensamiento HANDSCHAR


 

Cuando Marcelo, el fiel guardián de palacio del drama shakespeariano insistía a Hamlet y Horacio en que Dinamarca (o España, que es lo mismo) estaba ya podrida, es porque ya intuía que las cosas no iban bien, no sólo en su país ("something is rotten in the state of Denmark") sino en el palacio que él mismo custodiaba. El enemigo, la corrupción, la tergiversación, la mentira, atacaban por otro frente mucho más sutil y el soldado se disponía a ofrecerse humildemente a Hamlet para ayudarle en esa particular regeneración de la verdad contra la infamia.

La historiografía medievalista española adolece sin duda de un legado propio dirigido por la clase intelectual en activo que no era otra que la católica, y hasta ahí todos lo podemos entender por simple lógica de los acontecimientos, pero que la escuela decimonónica, isabelina y liberal, ya más laica pero asumida en su papel neo-romanista, continuase el dictamen narrativo de una Historia oficial de España, desarrollando e incluso envileciendo los mitos y postulados de la "Reconquista" hispánica "goticista" (difícilmente gótica y mucho menos la genérica Hispania germánica) y católica, es algo que difícilmente hoy podemos o tenemos que aceptar: ni como españoles y ni siquiera como cristianos o europeos, porque simplemente el espantapájaros y guiñol se tambalea y cae por sí mismo, y lo que antes pudiera tener sentido en una sociedad amparada en un Estado más que confesional, ahora, cuando a Europa ya no le valen fáciles discursos "espiritualizantes" y sí verdades tácitas del intelecto y de la practicidad del Alma sin adjetivos confesionales, ahora repetimos ya no es aceptable ni vendible, y toda la comedia, escenario y actores se vienen abajo.

A modo de primera entrega aleccionadora, quisiéramos ofrecer a nuestros lectores un rico y forzosamente limitado mosaico de topicazos sobre la Historia de España vox populi (desgraciadamente y para asombro de todos, no tan populi en el amplio reparto de "pensadores" de la cultura española...o portuguesa), prejuicios aún no superados –creemos que es cuestión de tiempo generacional- por historiadores, intelectuales y, gracias a Dios, aficionados y lectores de la diosa Clío. No pretendemos "sentar escuela" con un editorial, muchas de estas escuelas historiográficas llevan bastante tiempo trabajando desde Italia, Francia, Alemania y para alegría de todos, España (esa España que definía Américo Castro donde "ser español es no querer ser musulmán": afortunadamente se equivocó, pero no le falta certeza al dicho) y no vamos a pretender nosotros apropiarnos de lo que no nos es lícito ocupar, simplemente queremos llamar la atención del más fiel europeísmo para poder ser avanzadilla de élite de hombres libres y afirmar que el episodio del Islam occidental (desde Poitiers a Tánger) no es tema de un pueblo contra otro, o uno contra "lo otro" y peor aún "el otro" (como tan bien nos lo ha descrito Juan Goytisolo), sino de una misma gente con dos concepciones de la vida enfrentadas por intereses de unos pocos: eso es la Historia. Ahora hay que trabajar duro, y defender el legado de lo que con tanto esfuerzo los musulmanes europeos mantuvimos durante más de nueve siglos (hasta el XVII morisco...) antes que el oficialismo "asimilador" de Madrid, Washington y Roma enarbolen su particular visión de la Historia hispánica, esa Historia que a pesar de todo hay que sacar del armario de los "muertos y desparecidos" porque son tantos y tanto nueve siglos de historia, vida, arte y cultura de hispoanomusulmanes, que el hedor que desprende ese enorme armario ya no se puede soportar tan de cerca.

La conversión de Recaredo (589). La decisión de un grupo de poder episcopal católico-romano (el catolicismo trinitario del Edicto de Milán constantiniano del s. IV), de apoyar una decisión estratégica para apoderarse de la soberanía mayoritaria que ostentaba la aristocracia arriana visigoda, no refleja en absoluto ni el pensar ni el sentir hispanorromano y godo, que entendía por cristianismo las grandes corrientes patrísticas de este solar: priscilianismo muy militante en toda la meseta norteña y centro, paganismo romano y germano de los amplios núcleos rurales, pero sobre todo la poderosa e influyente corriente "unitarista" o arriana (de Arrio, obispo griego nacido en Libia que cristianizó a los germanos a través de otro obispo Ulfila, de ahí la conversión goda...). El trinitarismo católico urbano por fin en el poder, comenzará por estatalizar dicha soberanía (el modelo jurídico y cultural romano era claro) e imponer un sistema tributario e impositivo de capitación familiar e individual sobre sus súbditos, tal cual modelo imperial. Se inició una consiguiente Guerra civil desde prácticamente la muerte de Leovigildo, que no parará hasta la final expulsión confesional (nunca étnica ni mucho menos racial: la famosa "limpieza de sangre" no es tal…) de los moriscos desde 1609.

Un cristianismo harto de especulaciones teóricas y políticas escoge en retiro el modelo de los "Padres del desierto" norteafricano e inicia en Gallaecia el amplio movimiento monástico que tendrá fuerza propia hasta el rígido control romano de la reforma gregoriana por Cluny y Cister (s. XI, XII). Desde la presencia soberana musulmana de 711 y la continuación de la constante Guerra civil ahora (recrudecida antes con el Witiza pre-islámico) entre Achila y Rodrigo, siguen existiendo en el seno cristiano los "ismos" ya muy influenciados por el pensamiento islámico y el sincretismo arriano unitarista: nestorianismo-adopcionismo, origenismo, trinitarismo mozárabe (distinto del romano), donatismo, monofisismo, todo ello en paralelo con el sempiterno y no desgastado judaísmo ortodoxo. Podemos afirmar serenamente que la conciencia católica de España no es ni más ni menos que un plan forjado desde el Imperio carolingio para erradicar prioritariamente el "especial cristianismo" que "dividía" la Hispania, y posteriormente inventarse una "Cruzada" (de hecho, se fabrica "España", aunque habrá que esperar a finales del XV con los intentos –fracasados jurídicamente- de los RR. Católicos para volver a querer "rehacerla") contra un "Islam extraño" muy bien amañado, presentándolo como la lucha contra "el otro", cuando en definitiva de lo que se trataba era de usurpar de nuevo el poder desde Recaredo, eliminando a uno de los contendientes de la Guerra civil, muy molesto e irreducible al poder y sistema romano; eso sí, ese peculiar bando estaba ahora reforzado por indoeuropeos beréberes (procede de la palabra "bárbaro", que a mucha honra, es lo que eran), una minoría muy influyente siria arianizada, y yemeníes, finalmente vándalos norteafricanos convertidos del arrianismo al Islam. Estaba claro quién iba a vencer y quién iba a ser el soberano (auténticos "reyes de Hispania" como consta en los documentos, sucesores de la legitimidad goda: a Pelayo no lo conocían ni en diez millas a la redonda de donde vivía) de estas tierras por más de ocho siglos. El combate secular estaba servido.

La tan mencionada como reiterada hasta la saciedad "invasión árabe" no fue tal, sino que fueron acontecimientos concatenados de una pura y dura guerra hispanogoda de consecuencias aún poco sopesadas. Ignacio Olagüe (obras de 1969 y 1974) nos dice, "Si en 711 hubiera sido España invadida por ejércitos árabes y musulmanes, si por otra parte se hubieran hecho sus jefes con el poder, hubieran sido inmediatamente impuestos los principios coránicos sobre las poblaciones, como anteriormente los reyes godos y los obispos habían sujeto la nación al cristianismo trinitario"... pero no ocurrió así. Las "hazañas bélicas" de Muza y Tarik en Hispania (literatura orientalizante en las fuentes árabes –ojo, en lengua árabe- y poco realistas y tremendistas en las cristianas) son inviables y la contemporánea Blitzkrieg se queda en mero juego de niños, comparadas con semejantes campañas militares del s.VIII, pues no pasan un ligero examen de lógica militar y humana: paso por el Estrecho del Ejército (¿cómo?, ¿número de efectivos?), anacronismo de las fuentes, número de jinetes, pero más importante: mantenimiento de los caballos en fantasiosas como galácticas campañas de conquistas, siempre victoriosas "a hierro y fuego" (sin embargo el Ajbar Machmua nos presenta a Muza como un "profeta"). La obra de Olagüe (La Revolución islámica de Occidente y la posterior Los árabes jamás invadieron España), apoyadas o corregidas por Pierre Guichard, Dufourcq, Juan Zozaya, Pedro Voltes, Ambrosio Huici Miranda, Francisco Cordera, matizadas como complemento necesario por historiadores de filosofía como Miguel Cruz Hernández (su Historia de la Filosofía hispanomusulmana –1957- es de obligada referencia), Francisco Valdés en Historia del Arte, o los últimos aportes de la historiografía catalana como Juan Vernet (1992) y Joaquín Vallvé (1986), son un soplo de aire fresco cuando releemos –siempre aprendemos de ellos- aquellas ya viejas controversias entre el extremismo católico de Sánchez Albornoz y el otro extremismo "filosemita" del por otro lado nunca bien interpretado Américo Castro. Sabemos que sobre el modus operandi de la "Reconquista" gira esta parte sustancial de la Historia de España que acabamos de tratar, pero hay otros temas que por su resonancia en los medios y en la voz popular y culta, aún resuenan en la "España de charanga y pandereta, de cerrado y sacristía" que nos recordaba A. Machado, sigamos viendo.

El Cid: hispanogodo cristiano que sirvió en armas al Islam aragonés u otro cualquiera cuando le interesaba, ya que no veía apenas diferencias, salvo en los emolumentos que se le entregaban por sus servicios, vinieran de sus "primos" de Valencia o de Zaragoza. Los auditores castizos de exaltación del "héroe cristiano" tienen escasas justificaciones y R. Menéndez Pidal con todo el cariño del mundo para nuestro guerrero, así lo ha demostrado.

Batalla de Covadonga (722). Pelayo, príncipe quizás de astures locales y no "rey de godos" (¿de qué godos, en todo caso?) acaudilla una rebelión popular (y no organizativa, ni aristocrática) en las montañas de Covadonga que enseguida tendrá respuesta muslín…pero la aparición de la Virgen en la "Santa Cueva" protegiendo a los irreductibles astures de las flechas "mahometanas" fue mucho más que providencial, y la derrota (o retirada) de los islámicos (apoyados incluso por las tropas de Obispo visigodo Oppas), la actual situación de la "Cruz de Pelayo" en la Priena (que señala ni más ni menos que uno de los campamentos del Duque de Cantabria) frente al monte Auseba, refuerzan el mito del "inicio de la Reconquista (?)" suponemos que hasta la Guerra de Granada… para asombro de todos.

Batalla de Clavijo (844). Hubo semejante batalla pero nunca liderada por Ramiro I y posiblemente sí por Ordoño I galaico-leonés, pero aún hay más: "Ramiro no peleó en Clavijo, como se refiere la archidesacreditada leyenda del s.XII para justificar el sustancioso gravamen llamado "Voto de Santiago", reclamado por la Iglesia compostelana a la cristiandad castellano-leonesa. Ni peleó en Clavijo ni redimió el también legendario "Tributo de las Cien doncellas", tan fingido como la mágica jornada en que se hizo el Apóstol pelear en un caballo blanco contra los sarracenos (…) Ni Santiago ni Ramiro pelearon en Clavijo (…) No existe un solo testimonio legítimo de que en los siglos IX y X se creyera que el Apóstol intervino en la legendaria jornada de Clavijo, ni en ninguna de las muchas batallas y combates en que los cristianos se enfrentaron a los islamitas"…lo mejor de la cita es que quien lo dice es Claudio Sánchez Albornoz (Orígenes de la Nación española. El reino de Asturias). Las fuentes cristianas de la Crónica Silense (s.XII) y la fabulación de Gonzalo de Berceo (s.XIII) al describir la otra batalla de Simancas con doble apoyo celestial (S. Millán y Santiago) hacen sospechar de una campaña justificativa para imponer el famoso tributo a los campesinos llamado "Voto de Santiago" (tributo honeroso por otra parte que se suma al obligatorio diezmo eclesiástico...) que cierta iglesia norteña hacía cargar sobre las arcas de toda la Meseta norte peninsular.

Quisiéramos aprovechar esta inusual presentación de Santiago Matamoros en escena para recordar que los hechos mágicos narrados en la Historia Silense (1115) ya comentada, así como en el Libellus miracolorum (Lib II, cap. XIX) del Codex Calixtinus (1140), o el Privilegio de Votos o Diploma de Ramiro (1150) al cual se refiere don Claudio (Santiago como "Hispanus protector" literalmente) no presentan iconografía alguna del famoso "Santiago Matamouros" que comenzará a ser recogido en las iglesias españolas en los distantes siglos contrarreformistas XVII y XVIII, muy lejos ya de matar "moros" (una vez más "el otro" tergiversado). Quizás volvamos a tocar el tan manoseado jacobismo hispánico, pero dejemos aquí sólo dos pinceladas: es Américo Castro quien defiende la tradición paganizante de los Dioscuros (venerados con constancia en Gallaecia, hijos de Júpiter, del Trueno) como antecedente del mito de Santiago el Mayor, y es Sánchez Albornoz quien lo niega aunque llega a afirmar: "la iglesia española no conservaba ninguna tradición sobre la cristianización de España por Santiago" y es suya la frase categórica del llamado "chanchullo de Santiago" hecho por la propaganda oficial eclesiástica y secular.

Podríamos seguir con otros mitos (es ahora donde la mentira exterminacionista del "holocausto" contemporáneo se nos queda pequeña por ridícula en comparación con los más de dieciséis siglos de manipulación historiográfica de la España musulmana) que no son sólo el invento-hallazgo del cuerpo, adoración y sepulcro de Santiago en Compostela, así como su famoso por antiguo y no medieval "Camino de Santiago"; también es más que sospechosa la difícilmente por imposible "armoniosa y espléndida" España de las "tres culturas" (¿por qué tres?) ya que, que nosotros sepamos había, si hay que contar, muchas más: franca –muy numerosa y competitiva con la minoría judía-, eslava –casta militar-, africanos subsaharianos esclavos, provenzales y occitanos afincados en tropas aragonesas-castellanas, más adelante (¿por qué no, si hay que enumerar?) gitanos "egipcios" y algunos más de evidente definición etno-cultural. La cultura judeo-sefardí fue así pues una más y nunca fue soberana del gobierno, monarquía ni aristocracia hispanorromana o goda-beréber. Que nosotros conozcamos un solo pueblo (multiétnico, pero racial y culturalmente uniforme en su heterogeneidad europea) gobernó Hispania en dos confesiones en liza: la cristiana-católica y la islámica, así como anteriormente las versiones paganas indoeuropeas. La España de Isabel y Fernando como modelo no de "grandes aventuras espirituales al servicio del Imperio (?) y la Fe", sino significantes del comienzo de un sistema protocapitalista, estatalismo centralizado, el control y capitación de todo un pueblo "unificado" (¡por fin!) a la fuerza bajo las directrices de Roma, la usura y el interés del dinero, los impuestos comerciales –la "alcabala" ya existía desde el s.XIII, impuesta en todo el territorio cristiano, prohibido en Al Andalus-, tributos directos e indirectos sobre las personas físicas (¿a qué nos suena todo esto?...), la manipulación sobre la moneda de oro y plata, instaurando la diferenciación del valor nominal y el valor real, rompiendo valor por valor noble y no usurero de la moneda… es decir, verdaderos "Reyes Católicos" –por otra parte de gran valía humana sin duda, pero al servicio de los Nuevos Poderes en gestación- de un Estado Moderno que son auténtico antecedente del futuro estatalizador de Europa y lo que significa para nosotros hoy la UE –mutatis mutandis los ejemplos de la Roma imperial y el Sacro Imperio carolingio…en la práctica, nunca germánico como no cesaban de repetirnos los gibelinos)- y su sistema mundializador actual. Alrededor de la España que "monta tanto" ya volveremos en su día, pues nos quedamos con las ganas de analizar en profundidad lo que fue el proyecto más ambicioso de la Catolicidad, ya en connivencia con los poderes de la Usura laica judía, conversa o cristiana "vieja". No tenemos espacio para hablar de la arianidad irrefutable de los Moriscos españoles (los trabajos de Rodrigo de Zayas y sobre todo los de Elena Pezzi: Los Moriscos que no se fueron, han literalmente revolucionado el campo de la moriscología), la originalidad indoeuropea de la cultura y etnia beréber hispánica, o la misma singularidad del Arte y pensamiento hispanomusulmán.

En la España musulmana convergen las dos ramas indoeuropeas oriental y occidental, distanciadas hacía cerca de mil años para convertir nuestro suelo en la joya real y vertical del Grial de la Civilización europea, esta vez a través del Islam, sí traído de Oriente pero convertido en nuestro suelo y sangre en un nuevo Faro Hercúleo del saber recuperado greco-latino, germano, persa y árabe-beréber… y todo esto ya no se puede ocultar por más tiempo porque es tan grande el tamaño e importancia que no cabe el difunto en ningún armario posible, y es que si hablamos de España y no se nombra el aporte islámico de su cultura y gente, las salas de cualquier intervención intelectual de este país comienzan a oler a podrido y en sus auditorios ya no puede permanecer un segundo más.

Los últimos sucesos del Islote de Perejil español han desatado una vez más la caja de los truenos, sobre todo ahora que los Estados ya no poseen soberanía real alguna sobre nada ni representan a nadie, excepto los Poderes Internacionales que todos conocemos, pero no es eso lo que quiero pasear: en un medio informativo oficinista normal y corriente se le pregunta a un marroquí sobre sus derechos soberanistas sobre Perejil, contestación: "algún día les pediremos a los españoles que nos devuelvan la Mezquita de Córdoba, la Giralda o la Alhambra de Granada"; lo peor de todo: silencio y nulo comentario al respecto del dicharachero entrevistador. Paradoja: desconocemos lo que es nuestro y esta triste España reniega de sus europeas raíces islámicas, quedándose con el patético y falso "euro" como emblema nacional, resultado de su enigma histórico todavía por resolver. Las piezas no encajan y definitivamente "Algo huele a podrido en Dinamarca".


 

VISIONES Y REVISIONES: INTRODUCCIÓN A JULIANO AUGUSTO

VISIONES Y REVISIONES: INTRODUCCIÓN A JULIANO AUGUSTO

Iniciamos desde ANTAGONISTAS una nueva sección de profundización cultural y doctrinal titulada VISIONES Y REVISIONES con la que queremos aportar concretos elementos de esclaracimiento de nuestra VISIÓN DEL MUNDO en el marco de una comunidad política que sirva tanto para la formación como para el combate.

Y qué mejor texto para desbrozar el camino que esta semblanza de aquel gran emperador, filósofo y profeta que fue Juliano Augusto, mal llamado el "Apóstata", traducido y editado por la Comunidad política de Resistencia.

Buena lectura.

Unus Deus, Unus Julianus


 

 

El presente documento es la introducción del profesor Claudio Mutti al libro de Edizioni Mediterranee Flavio Claudio Juliano. UOMINI E DEI. Introduzione, traduzione dal greco e note di Claudio Mutti, donde se recopilan y comentan escritos, himnos, cartas, etc. nacidos de la imaginación creadora del gran Emperador romano en su frustrada tentativa por restaurar, desde el helenismo militante y neoplatónico, la Antigua Religión en un mundo condenado ya a someterse a la perversión seudoreligiosa de los –como él los denominaba- "galileos".
A pesar de su breve etapa de gobierno –dos años escasos- y de su juventud (murió en combate en el año 363, a los 32 años de edad) su obra causó asombro y estupor en sus contemporáneos y su influencia no ha dejado de sentirse en el transcurso de los siglos alimentando leyendas y fabulaciones de todo tipo.
Flavio Claudio Juliano nació en Constantinopla en 331 de la rama legítima de los segundos Flavios, sobrino del emperador Constantino el Grande, que al fin y al cabo fue el único y verdadero "apóstata" de toda esta historia. Crecido lejos de la corte, sobrevivió a las matanzas familiares instigadas por el emperador Constancio II, su primo, hijo ilegítimo de Constantino, que temía perder el trono a manos de la línea legal de la familia. Sometido desde su más tierna infancia a la doble presión de incurrir en la ira imperial y aparentar un fervoroso cristianismo, Juliano se las ingenió para dotarse de una sólida formación clásica junto a maestros de reconocido prestigio dentro del helenismo. Asociado al imperio por su primo y enviado acto seguido a luchar contra los bárbaros en las Galias, demostró un brillante genio militar y amplias dotes de mando, siendo proclamado César por las legiones. Muerto Constancio, Juliano inició desde el trono imperial una vibrante y fugaz obra de restauración de la antigua religión que su temprana muerte desbarató para siempre.
Las obras (discursos, himnos, cartas, leyes, etc.) de Juliano que han sobrevivido a la persecución y al expolio de los galileos están vertidas íntegramente al castellano en la colección Biblioteca Clásica Gredos, volúmenes 17, 45 y 47. Sobre su vida y obra existen versiones noveladas de sobra conocidas (la más famosa la del escritor norteamericano Gore Vidal). Como curiosidad, apuntemos que existe asimismo una biografía sobre Juliano de un autor español heterodoxo y combativo: Santiago Montero Díaz, Biografía de Juliano el Apóstata, Madrid, Ibereuropea de Ediciones, 1969.

RST

 

 

Claudio Mutti

Resulta difícil decir hasta que punto fue para él natural elevarse y vivir en las regiones divinas: ¿acaso no nos habías hecho notar, Basilio, como solamente con esfuerzo ellas descienden, mientras que para los hombres comunes e incluso para los filósofos más destacados el esfuerzo consiste en separarse de lo bajo para poder elevarse? Los bellos sentimientos de amor y de amistad que hemos conocido en él, provienen en verdad de una de las ascensiones de su alma; y han sido llevadas sobre su carro en uno de sus viajes a través de las esferas celestes y las infinitudes supremas. Si algún pensamiento tuvo alas, fue ciertamente el suyo.
Alfred de Vigny, Dafne

 

Apremiado a esbozar un "retrato" del Emperador Juliano, el teólogo Sergio Quinzio echó mano de una inusual y provocadora analogía: comparó, de hecho, al "Apóstata" con Juan Pablo II, especificando en el actuar de ambos el intento desesperado de mantener con vida una religión condenada a desaparecer. "Si Juliano me hubiese preguntado acerca de la posibilidad de la restauración de la civilización pagana, -escribía el teólogo- hubiera dado la misma respuesta negativa que daría hoy si el Papa me interpelase sobre la posibilidad de la restauración de la civilización cristiana".(1) Más aún: "precisamente, el impulso restaurador emprendido por el joven emperador contribuyó entonces a derrumbar definitivamente el paganismo. Y el hecho me parece que se repite puntualmente, por aquello de que en la historia se vuelve a repetir regularmente".(2)

Un paralelismo igualmente original ha sido avanzado por Jacques Fontaine, profesor de lengua y literatura latina tardía de La Sorbona, durante una conversación con un periodista que le pedía una comparación entre Juliano y otros protagonistas de la historia "con proyectos bastante similares" (sic!) como Hitler o Stalin. "Yo –contestó Fontaine- lo colocaría junto, si así me lo pide, a Jomeini. Por el fanatismo, por el sentirse imbuido de una misión divina, por el hecho de considerarse un dios. Y luego por la cultura. Por la violencia, el sectarismo. De Juliano poseemos descripciones físicas muy precisas. Una, de Ammiano de Antioquia (barba puntiaguda, ojos magnéticos, hierática la figura) lo hace verdaderamente muy semejante, incluso en los rasgos, al ayatolá iraní".(3)

Así, la galería de personajes históricos a los que Juliano ha sido comparado se enriquece. Ignoramos qué hubiera pensado Stalin de esto. Por su parte, Hitler probablemente hubiera agradecido emparejamiento, ya que no pocas veces manifestó su admiración personal por el gran "Apóstata".(4)

En cuanto a Jomeini, dejando a un lado la improcedente frivolidad del "considerarse un dios"(¡!), un discurso un poco menos convencional hubiera sabido tomar en cuenta el común carácter teocrático tanto del proyecto del Augusto como el del Imam, por el cual una reseña a la función restauradora del monoteísmo islámico habría podido renovar, si fuera necesario hacerlo ya, el intento julianeo de instaurar lo que alguno ha denominado "monoteísmo de Estado".(5) Ni semejante argumentación hubiera sido científicamente abusiva, ya que el parentesco ideal entre la teología solar antigua y el Islam ha sido autorizadamente señalado por un estudioso del calibre de Franz Altheim, para el cual "los Neoplatónicos la vanguardia de Muhammad y de su odio apasionado contra toda fe que asocie a Dios un ‘compañero’",(6) mientras un célebre estudio de Henry Corbin sobre la doctrina de la unidad divina en el Islam chiíta se abre con una evocación de la literatura surgida en los años veinte del novecientos alrededor del "drama religioso del Emperador Juliano".(7)

Y sin embargo, ha sido precisamente el propio Jacques Fontaine el que ha sugerido, en correspondencia con la religión que Juliano ofició como pontifex maximus,(8) el concepto de "monoteísmo solar", al cual han hecho referencia frecuentemente todos aquellos que han investigado las manifestaciones religiosas de la época imperial.

De hecho, según el estudioso francés la forma que la tradición greco-romana asumió en la época de Juliano es "una síntesis de todas las religiones y de todas las teologías paganas, bajo el signo del monoteísmo solar"(9); o, si se prefiere el sinónimo utilizado por otros estudiosos, de un "henoteísmo solar"(10) definible con los siguientes términos: "Juliano quiere demostrar a todos que el dios Helios es el único, verdadero dios y que las numerosas divinidades romanas no son más que hipóstasis, es decir, aspectos particulares, manifestaciones concretas y fragmentarias de la única, suprema divinidad solar".(11)

Monoteísta o henoteísta, la doctrina defendida por Juliano queda resumida en varias inscripciones coetáneas que proclaman la unicidad de Dios, así como la unidad y unicidad del poder imperial(12); epígrafes que según Spengler solo pueden traducirse así: "Hay un solo Dios y Juliano es su Profeta".(13) La reiteración en este punto, que "tiene una importancia central en la concepción política de Juliano",(14) ha llevado a Athanassiadi-Fowden a hablar incluso de "una obsesión por la unidad"(15) y realzar el hecho de que "Juliano no hubiera siquiera concebido la posibilidad de compartir el poder con un asociado, y ser por contra considerado como el único vicario de Dios en la tierra". Tal concepción política encuentra su fórmula más arcaica en Homero, que pone en la boca de Odiseo: "No es bueno una multitud de jefes, que sólo haya un jefe"(16); Séneca expone el mismo principio para el Imperio Romano, diciendo que "ha sido la naturaleza la que ha creado al Rey"(17); y Filón de Alejandría añade un corolario que establece un parangón entre politeísmo y democracia: "Dios es uno sólo, y esto es un argumento contra los defensores de la opinión politeísta, que no se avergüenzan en llevar desde la tierra hasta el cielo la democracia que es la peor entre las malas instituciones".(18)

En cuanto al "monoteísmo solar", Juliano no inventó nada, sino que se limitó a perfeccionar un proceso de esclarecimiento teológico que estaba en marcha hacía tiempo ya y que Franz Altheim resume en los términos siguientes: "La historia del antiguo dios del sol, considerada a grandes rasgos, es la de un gradual refinamiento. El culto, de origen beduino, se establece en una ciudad de Siria. Por su peculiaridad y por su carácter absoluto desata los comentarios del mundo occidental, provocando el rechazo más enconado. Pero su expresión literaria, la filosofía neoplatónica y, no en último lugar, la capacidad asimiladora de la religión romana y de la concepción romana del estado, consiguieron el milagro: de la divinidad de Heliogábalo (218-222 d.C.) infectada por las orgías y por la superstición oriental, nació el más puro de los dioses, destinado a unificar de una vez por todas la religiosidad antigua".(19) En 274 d. C., bajo Aureliano, el monoteísmo solar se convirtió en la religión oficial del Imperio Romano y el Sol Invictus fue reconocido como la divinidad suprema: en Roma se levantó un espléndido templo dedicado al Sol, en honor al cual se instituyeron fiestas periódicas, mientras que se constituyó un colegio de pontífices del dios Sol, acuñándose numerosas monedas con inscripciones y símbolos solares. De tal modo el "monoteísmo, al cual el sincretismo severiano había orientado el paganismo romano, halló en el culto solar patrocinado por Aureliano su versión más atrevida y eficaz",(20) tan es así que en el muro de la intransigencia cristiana no dejaron de constatarse algunas grietas.(21) En la época de Constantino adquirieron considerable importancia "las imágenes monoteístizantes de la religión de Helios: Apolo solar y el Sol Invictus sobresalían en los relieves del arco del triunfo y en las monedas de la época".(22) Mientras que las figuras de los dioses desaparecían poco a poco de las monedas de Constantino, el dios solar se imponía cada vez más: "Sol Invictus (...) se mantiene también largo tiempo en el territorio dominado por Constantino y en todas sus fábricas de moneda (...) parece que el emperador en persona tuvo una profunda devoción por el dios Sol".(23) Entre la burocracia y el ejército, la religión solar disfrutaba de máxima circulación: "el Sol Invictus y la Victoria eran los dioses militares del ejército de Constantino; de igual prerrogativa gozada la divinidad solar en las legiones de Licinio".(24)

Considerada en su contexto histórico, la formulación julianea de la teología solar se sitúa en una fase de madurez del neoplatonismo, en la que los fundamentos doctrinales de este movimiento espiritual se encuentran ya establecidos y consolidados definitivamente. Si el fundador de esta escuela, Plotino (204-270), había reconocido en el Uno el principio del ser y el centro de la posibilidad universal, su sucesor Porfirio de Tiro (233-305) había hecho del neoplatonismo una especie de "religión del Libro"(25); autor de un ensayo Sobre el Sol,(26) Porfirio había consagrado al estudio de la teología solar un tratado del que se conservan reveladores fragmentos en las Saturnales de Macrobio.(27) "En su argumentación Porfirio no hace más que aplicar la metafísica platónica –que remite al Uno cualquier aspecto parcial del Cosmos- a las más importantes divinidades del panteón clásico, mostrando como éstas no son otra cosa que atribuciones particulares del Único, que desde la perspectiva teológica es caracterizado como Sol, en cuanto es la esencia espiritual sobre el plano cósmico se "sustenta" en el astro diurno (...) en cuanto Apolo es magnificencia, salud y luminosidad (...) en cuanto Mercurio luego, "preside el lenguaje" (Saturn.,I, XVIII, 70), de este modo toda actividad es reconducida hacia una presencia divina-"solar".(28) Pero fue el heredero de Porfirio, el "divino Jámblico" (250-330), el que mediante su doctrina "convirtió (...) al último emperador pagano a su helioatría trascendente".(29) Después de Juliano, es posible proseguir la tradición "solar" hasta Proclo (410-485), autor entre otros de un Himno a Helios,(30) así como a su contemporáneo Marciano Capella, que con el himno-plegaria de Filología al Sol (De nuptiis, II, 185-193) nos ha dejado un "notable documento de la "teología solar" del tardo neoplatonismo",(31) siendo así "el último testimonio del sincretismo solar en Occidente"(32); de hecho hacia el 531, con la huída a Persia del Escolarca Damascio (470-544) y de otros neoplatónicos, la tradición "solar" abandonará el mundo cristiano y continuará su existencia propia en los mismos lugares desde donde se irradió, difundiéndose por toda Europa, el culto de Mitra.

 

 

NOTAS

(1) S. Quinzio, Como el "Apóstata" también Wojtylla combate contra el tiempo en nombre de la antigua religión, en Il Manifesto, 13 agosto 1992, p. 13.

(2) Ibidem.

(3) Imperatore e khomeinista, entrevista con Jacques Fontaine por Sandro Ottolenghi, en Panorama, 7 de junio 1987, p. 143

(4) A. Hitler, Idee sul destino del mondo, Edizioni di Ar, Padova 1980, I, pp. 68, 78, 223

(5) G. Ricciotti, L’imperatore Giuliano l’Apostata, Mondadori, Milano 1962, p. 275.

(6) Franz Altheim, Dall’antichità al Medioevo. Il volto della sera e del mattino, Sansoni, Firenze 1961, p. 15. Véase sobre todo, de F. Altheim, Il dio invitto. Cristianesimo e culti solari, Feltrinelli, Milano 1960, donde la relación entre teología solar e Islam es situada en el trasfondo del progresivo avance del monoteísmo solar en la antigüedad tardía. "Recientemente ha sido subrayada la íntima afinidad entre del monofisismo con el Islam. Se ha definido a Eutiquio, uno de los padres de la doctrina monofisista, como uno de los precursores de Muhammad. La predicación de Muhammad está inspirada efectivamente en la idea de unidad, de la idea de que Dios no podía tener ningún ‘compañero’ colocándose de esta forma en la misma línea de sus predecesores y afines neoplatónicos y monofisistas. Sólo que la pasión religiosa del Profeta supo dar un relieve mucho más vigoroso a lo que otros antes de él había sentido y anhelado" (F. Altheim, Il dio invito, cit., p. 121).

(7) H. Corbin, Il paradosso del monoteismo, Marietti, Casale Monferrato 1986, p. 3.

(8) J. Fontaine, Introduzione a: Giuliano Imperatore, Alla Madre degli dèi e altri discorsi, Fondazione Lorenzo Valla, Mondadori, Milano 1990, p. lv.

(9) J. Fontaine, ibidem.

(10) NdT.- Henoteísmo: Forma de las religiones en que hay una divinidad suprema a la vez que otras inferiores a ellas. (RDAE, 2001)

(11) S. Arcella, I Misteri del Sole. Il culto di Mitra nell’Italia antica, Controcorrente, Napoli 2002, p. 183.

(12) "Uno es Dios, uno es Juliano basileus", "Uno es Dios, uno es Juliano Augusto", cfr. E. Peterson, HEIS THEOS. Epigraphische, formgeschichtliche und religionsgeschichtliche Untersuchungen, Vandenhoeck und Ruprecht, Göttingen 1926, pp. 270-273.

(13) Oswald Spengler, Il tramonto dell’Occidente, Longanesi, Milano 1957, p. 970

(14) Augusto Guida, Un anonimo panegirico per l’Imperatore Giuliano, Leo S. Olschki Editore, Firenze 1990, p. 127.

(15) Polymnia Athanassiadi-Fowden, L’Imperatore Giuliano, Rizzoli, Milano 1984, p. 205.

(16) Homero, Iliada, II, 204

(17) Séneca, De clementia, 1, 19, 2.

(18) Filón, Creación del mundo, 171 (Filón de Alejandría, La creación del mundo. Las alegorías de las leyes, Rusconi, Milano 1978, p. 146).

(19) Franz Altheim, Il dio invitto, cit., pp. 11-12.

(20) Marta Sordi, Il cristianesimo e Roma, Cappelli, Bologna 1965, p. 328.

(21) En el 307, en Alejandría, un cristiano comparece ante el funcionario imperial. Rechaza sacrificar porque, dice, según las Sagradas Escrituras quien sacrifique a los dioses será exterminado, excepto que se trate del Dios Sol. Y el representante del emperador le responde ‘Sacrifica pues al Dios Sol’" (Louis Homo, Les empereurs romains et le christianisme, Les Belles Lettres, Paris 1931, p. 112).

(22) Lucio De Giovanni, Constantino e il mondo pagano, Associazione di Studi Tardoantichi, Napoli 1972, p. 19.

(23) Andreas Alföldi, Constantino tra paganesimo e cristianesimo, Laterza, Bari 1976, p. 49.

(24) L. De Giovanni, op. cit., p. 121.

(25) Nuccio D’Anna, Il neoplatonismo. Significato e dottrine di un movimento spirituale, Il Cerchio, Rimini 1988, p. 22.

(26) El escrito, perdido, es citado por Servio (Comentario a las Églogas, V, 66) y quizás pueda identificarse con el tratado Sobre los nombres divinos; o, tal vez, formara parte de la Filosofía de los oráculos. Cfr. G. Heuten, Le "Soleil" de Porphyre, in Mélanges F. Cumont, I, Bruxelles 1936, p. 253 ss.

(27) Macrobio, Saturnalia, I, 17-23 (I Saturnali, a cura di Nino Marinane, UTET, Torino 1977, pp. 243-304).

(28) N. D’Anna, op. cit., pp. 49-50.

(29) Franz Cumont, La Théologie solaire du paganisme romain, in Mémoires présentés par divers savants à l’Académie des Inscriptions et Belles-Lettres, XII, 2, 1913, p. 477.

(30) Proclo, Inni, edición a cargo de Davide Giordano, Fussi-Sansoni, Firenze 1957, pp. 21-29.

(31) Martiani Capellae De nuptiis Philologiae et Mercurii liber secundus, Introducción, traducción y notas por Luciano Lenaz, Liviana, Padova 1975, p. 46.

(32) Robert Turcan, Martianus Capella et Jamblique, «Revue des Études Latins », 36, 1958, p. 249.