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El Fascismo nace a la Izquierda

El Fascismo nace a la Izquierda

 

por Erwin Robertson

[Reseña del libro "El nacimiento de la ideología fascista" de Zeev Sternhell, Mario Sznajder y Maia Asheri; (traducción de Octavi Pellisa). - 1ª ed. - Madrid : Siglo XXI, 1994, 418 p.]

Que Mussolini fue miembro del partido socialista es un hecho conocido. Hecho problemático, en especial para una de las interpretaciones dominantes del fascismo; a saber, que éste fue la reacción alentada o dirigida por el gran capital contra el avance del proletariado. En tal evento, aquel hecho y la evolución consecutiva debían ser entendidos como oportunismo, incoherencia o, en el mejor de los casos, como una cuestión de conversión que no deja huellas en el pasado de un hombre. La obra de Zeev Sternhell -profesor en la Universidad Hebrea de Jerusalem- y sus colaboradores ha puesto toda esta materia bajo otra luz. En su interpretación, la comprensión histórica del fascismo no puede disociarse esta ideología de sus orígenes de izquierda.

Desde luego, toda una pléyade de historiadores y filósofos abordó hace ya tiempo el problema del fascismo: cada uno según sus particulares orientaciones espirituales, con sus propios puntos de vista y sus personales prejuicios, pero no sin altura: Ernst Nolte, Renzo de Felice, James A. Gregor, Stanley Payne, Giorgio Locchi, y "last but not least", el joven investigador hispano-sueco Erik Norling, entre otros. No es que la "vulgaris opinio" aludida arriba goce hoy de autoridad intelectual. Pero Sternhell viene a aportar la valorización de fuentes hasta aquí tal vez descuidadas y, con ellas, la novedosa interpretación que es objeto de este comentario. Estudioso en particular del nacionalismo francés (suyas son "Maurice Barrés et le nationalisme français", "La droite revolutionarie" y "Ni droite ni gauche, L´ideologie fasciste en France"), el profesor israelí no se cuida de los criterios de la corrección política. Es notable leer sobre el tema páginas en las que está ausente la edificación moral, en las que no se ha estimado oportuno advertir al lector que se interna en terrenos peligrosos; en los que no hay,en suma, demonización ni tampoco el afán de achacar polémicamente a la izquierda una incómoda vecindad.

¿Qué es, pues, el fascismo en la interpretación de Sternhell? Ni anomalía en la historia contemporánea, ni "infección" (Croce), ni resultado de la crisis de 1914-1918, ni reflejo o reacción contra el marxismo (Nolte). El fascismo es un fenómeno político y cultural que goza de plena autonomía intelectual (p.19); es decir, que puede ser estudiado en sí mismo, no como producto de otra cosa o epifenómeno. Por cierto, y de partida, para Sternhell es preciso distinguir el fascismo del nacional-socialismo (Sternhell dice "nazismo", acomodándose al uso, contra lo cual, sin embargo, se rebela honestamente un Nolte). Con todos los aspectos que uno y otro tienen en común, la piedra de toque está en el determinismo biológico: un marxista puede convertirse al nacional-socialismo, más no así un judío (en cambio, hubo fascistas judíos). El racismo no es elemento esencial del fascismo, aunque contribuye a la ideología fascista. Y unas páginas más adelante el autor apunta que uno de los elementos constitutivos del fascismo es el nacionalismo tribal; esto es, un nacionalismo basado en el sentido de pertenencia, la "tierra y los muertos" de Barrés, la "Sangre y suelo" del nacional-socialismo. Este sentido organicista lo comparte con los nacionalismos desde finales del siglo XIX, germanos y latinos, Maurras y Corradini, Vacher de Lapouge y Treitschke. El mismo Sternhell debilita así la distinción que acaba de hacer (reparemos, de paso, en la delicadeza del adjetivo "tribal": ¿sería poco oportuno por nuestra parte recordar que una traducción de "tribal" es "gentil")

El fascismo entonces es una síntesis de ese nacionalismo "tribal" u "orgánico" y de una revisión antimarxista del marxismo. Sternhell se extiende explicando que a finales del siglo XIX las previsiones de Marx no se han cumplido: el capitalismo no parece derrumbarse, ni la pauperización es la señal característica de la población, mientras que el proletariado se integra política y culturalmente en las sociedades capitalistas occidentales. De aquí la aparición del "revisionismo". Siguiendo el ejemplo del SPD, el partido socialdemócrata alemán, el conjunto del socialismo occidental se hace reformista; esto es, sin renunciar a los principios teóricos del marxismo, acepta los valores del liberalismo político, y en consecuencia, tácticamente, el orden establecido. Mas una minoría de marxistas va a rehusar el compromiso y querrá permanecer fiel a la ortodoxia -cada uno a su modo-; son los Rudolf Hilferding y los Otto Bauer, los Rosa Luxemburgo y los Karl Liebknecht, los Lenin y los Trotsky, todos de Europa del Este. Al mismo tiempo, en Francia y luego en Italia surgen quienes, desde dentro del marxismo, van a emprender su revisión en sentido no materialista ni racionalista, sin discutir la propiedad privada ni la economía de mercado, pero conservando el objetivo del derrocamiento violento del orden burgués: son los sorelianos, los discípulos de Georges Sorel, el teórico del sindicalismo revolucionario, autor de las célebres "Reflexiones sobre la violencia". Las diferencias entre los dos sectores revolucionarios son grandes. Los primeros, casi todos miembros de la "intelligentsia" judía, destaca Sternhell, mantienen el determinismo económico de Marx, la idea de la necesidad histórica, el racionalismo y el materialismo, mientras los sorelianos comienzan por una crítica de la economía marxiana que llega a vaciar el marxismo de gran parte de su contenido, reduciéndolo fundamentalmente a una teoría de la acciòn. Los primeros piensan en términos de una revolución internacional, "tienen horror de ese nacionalismo tribal que florece a través de Europa, tanto en el campo subdesarrollado del Este como en los grandes centros industriales del Oeste... No se arrodillan jamás ante la colectividad nacional y su terruño, su fervor religioso, sus tradiciones, su cultura popular, sus cementerios, sus mitos, sus glorias y sus animosidades" . Los segundos, comprobando que el proletariado ya no es una fuerza revolucionaria, lo reemplazarán por la Nación como mito en la lucha contra la decadencia burguesa y así confluirán finalmente en el movimiento nacionalista.

Tal es la tesis fundamental de Sternhell. En el desarrollo de "El nacimiento de la ideología fascista", el capítulo I está dedicado al análisis de la obra de Sorel: tal vez no propiamente un filósofo ni autor de un corpus ideológico cerrado, su verdadera originalidad, señala Sternhell, reside en haber constituìdo una especie de "lago viviente", receptor y fuente de ideas en la gestación de las nuevas síntesis ideológicas del siglo XX. Nietzsche, Bergson y William James lo marcaron sin duda más hondamente que Marx, con ánimo de juzgar lo que consideraba un sistema inacabado. El autor de "Reflexiones sobre la violencia", de "Las ilusiones del progreso", de "Materiales de una teoría del proletariado", etc., se sublevaba contra el marxismo vulgar (que pone énfasis en el determinismo económico) y sostenía que el socialismo era una "cuestión moral", en el sentido de una "transvaluación de todos los valores". La lucha de clases era para él cuestión principal y, por consiguiente, el saber movilizar al proletariado en la guerra contra el orden burgués.

En un contexto social en el que los obreros muestran un alto grado de militantismo sindical (1906, el año de edición de "Reflexiones sobre la violencia", es también en Francia el del record de huelgas que muy a menudo suponen enfrentamientos sangrientos con las fuerzas del orden), pero también donde una economía en crecimiento permite a la clase dirigente hacer concesiones que aminoran la combatividad obrera, no bastan el análisis económico ni la previsión del curso racional de los acontecimientos.  Sorel descubre entonces la noción del "mito social", esa imagen que pone en juego sentimientos e instintos colectivos, capaz de suscitar energías siempre nuevas en una lucha cuyos resultados no llegan a divisarse. Como el mito del apocalipsis para los primeros cristianos, el mito de la huelga general revolucionaria será para el proletariado esta imagen movilizadora y fuente de energías. Con fervor análogo al de las órdenes religiosas del pasado, con un sentimiento parecido al del amor a la gloria de los ejércitos napoleónicos, los sindicatos revolucionarios, armados del mito, se lanzarán a la lucha contra el orden burgués. Así, a la mentalidad racionalista, que el socialismo reformista comparte con la burguesía liberal, Sorel opone la mentalidad mítica, religiosa incluso. Su crítica al racionalismo que se remonta a Descartes y Sócrates y, contra los valores democráticos y pacifistas, reivindica los valores guerreros y heroicos. De buena gana reivindica también el pesimismo de los griegos y de los primeros cristianos, porque sólo el pesimismo suscita las grandes fuerzas históricas, las grandes virtudes humanas: heroísmo, ascetismo, espíritu de sacrificio.

Sorel ve en la violencia un valor moral, un medio de regenerar la civilización, ya que la lucha, la guerra por causas altruístas, permite al hombre alcanzar lo sublime. La violencia no es la brutalidad ni la ferocidad, no es el terrorismo; Sorel no siente ningún respeto por la Revolución Francesa y sus "proveedores de guillotinas". Es, en suma y en el fondo, contra la decadencia de la civilización que dirige Sorel su combate; decadencia en la que la burguesía arrastra tras sí al proletariado. Y no será sorprendente encontrar a los discípulos de Sorel reunidos con los nacionalistas de Charles Maurras en el "Círculo Proudhon", que lleva el nombre del gran socialista francés anterior a Marx. Tampoco será extraño que en sus últimos años Sorel lance su alegato "Pro Lenin", anhelando ver la humillación de las "democracias burguesas", al mismo tiempo que reconocía que los fascistas italianos invocaban sus propias ideas sobre la violencia.

 

La síntesis Nacional y Social

Estos dicípulos son también estudiados por Sternhell (capítulo II). Son los "revisionistas revolucionarios", la "nouvelle école" que ha intentado hacer operativa una síntesis nacional y social, no sin tropiezos y desengaños. Allí está Edouard Berth, quien junto a Georges Valois, militante maurrasiano (futuro fundador del primer movimiento fascista francés, muerto en un campo de concentración alemán), ha dado vida al "Círculo Proudhon", órgano de colaboración de sindicalistas revolucionarios y nacionalistas radicales en los años previos a 1914. Aventada esa experiencia por la guerra europea, Berth pasará por el comunismo antes de volver al sorelismo. Está también Hubert Lagardelle, editor de la revista "Mouvement Socialiste", hombre de lucha al interior del partido socialista, donde se ha esforzado por hacer triunfar las tesis del sindicalismo revolucionario (por el contrario, en 1902 han triunfado las tesis de Jaurés, que presentan el socialismo como complemento de la Declaración de Derechos del Hombre). Ante la colaboración sorelista-nacionalista, Lagardelle se repliega hacia posiciones más convencionales; pero en la postguerra se le encontrará en la redacción de "Plans", expresión de cierto fascismo "técnico" y vanguardista -en ella colaborarán nada menos que Marinetti y Le Corbusier- y, durante la guerra, terminará su carrera como titular del ministerio de trabajo del régimen de Vichy. Trayectorias en apariencia confusas pero que revelan la sincera búsqueda de "lo nuevo". De Alemania les viene el refuerzo del socialista Roberto Michels, quien, a la espera de construir su obra maestra "Los partidos políticos", anuncia el fracaso del SPD, el partido de Engels, Kautsky, Bernstein y Rosa Luxemburg. Michels observará también que el solo egoísmo económico de clase no basta para alcanzar fines revolucionarios; de aquí la discusión sobre si el socialismo puede ser independiente del proletariado. El ideal sindical no implica forzosamente la abdicación nacional, ni el ideal nacionalista comporta necesariamente un programa de paz social (juzgado conformista), precisa a su vez Berth, quien espera de un despertar conjunto de los sentimientos guerreros y revolucionarios, nacionales y obreros, el fin del "reinado del oro". En fin, la "nueva escuela" desarrolla las ideas de Sorel, por ejemplo en la fundamental distinción entre capitalismo industrial y capitalismo financiero. Resume Sternhell su aporte: "...a esta revuelta nacional y social contra el orden democrático y liberal que estalla en Francia (antes de 1914, recordemos) no falta ninguno de los atributos clásicos del fascismo más extremo, ni siquiera el antisemitismo" . Ni la concepción de un Estado autoritario y guerrero.

Sin embargo, en general, los revisionistas revolucionarios franceses fueron teóricos, sin experiencia real de los movimientos de masas. De otro modo ocurre con el sindicalismo revolucionario en Italia (capítulos III y IV de la obra de Sternhell). Allí Arturo Labriola encabeza desde 1902 el ala radical del partido socialista; con Enrico Leone y Paolo Orano llevan adelante la lucha contra el reformismo, al que acusan de apoyarse exclusivamente en los obreros industriales del norte, en desmedo del sur campesino, y por el triunfo de su tesis de que la revolución socialista sólo sería posible por medio de sindicatos de combate. De Sorel toman esencialmente el imperativo ético y el mito de la huelga general revolucionaria. La experiencia de la huelga general de 1904, de las huelgas campesinas de 1907 y 1908, foguean a los dirigentes sindicalistas revolucionarios, entre los cuales la nueva generación de Michele Bianchi, Alceste de Ambris, Filippo Corridoni. Al margen del partido socialista y de su central sindical, la CGL -anclados en las posiciones reformistas-, los radicales forman la USI (Unión Sindical Italiana), que llegará a contar con 100.000 miembros en 1913. A su vez, los sindicalistas revolucionarios animan periódicos y revistas. Labriola y Leone emprenden la revisión de la teoría económica marxiana, especialmente la teoría del valor, siguiendo al economicista austríaco Böhm-Bawerk; he ahí, dice Sznajder, el aspecto más original de la contribución italiana a la teoría del sindicalismo revolucionario. Ahí se encuentra también la noción de "productores" (potencialmente todos los productores), contrapuesta a la clase "parasitaria" de los que no contribuyen al proceso de producción. Por fin la tradición antimilitarista e internacionalista, cara a toda la izquierda europea, no será más unánimemente compartida por los sindicatos revolucionarios. En 1911, la guerra de Italia con el Imperio Otomano por la posesión de Libia producirá una crisis en el sindicalismo revolucionario: unos dirigentes (Leone, De Ambris, Corridoni), fieles a la tradición socialista, se oponen enérgicamente a esta empresa -y por mucho que les disguste estar junto a los socialistas reformistas-; otros (Labriola, Olivetti, Orano) están por la guerra, tanto por razones morales (la guerra es una escuela de heroísmo) como por razones económicas (la nueva colonia contribuirá a la elevación del proletariado italiano), y así coinciden con los nacionalistas de Enrico Corradini, a quienes los ha acercado ya la crítica al liberalismo político. Mas en agosto de 1914 aun quienes -en el seno del sindicalismo revolucionario- habían militado en contra de la guerra de Libia, están a favor de la intervención en el conflicto europeo al lado de Francia y contra Alemania y Austria; al combate contra el feudalismo y el militarismo alemán se agrega la posibilidad de completar gracias a la guerra la integración nacional y de forjar una nueva élite proletaria que desplazará del poder a la burguesía. En octubre de 1914, un manifiesto del recién fundado Fascio Revolucionario de Acción Internacionalista, suscrito por los principales dirigentes sindicalistas revolucionarios, proclama: "...No es posible ir más allá de los límites de las revoluciones nacionales sin pasar primero por la etapa de la revolución nacional misma... Allí donde cada pueblo no vive en el cuadro de sus propias fronteras, formadas por la lengua y la raza, allí donde la cuestión nacional no ha sido resuelta, el clima histórico necesario al desarrollo normal del movimiento de clase no puede existir..." Nación, Guerra y Revolución...ya no serán más ideas contradictorias.

Hacia el final de la guerra el sindicalismo revolucionario debe ser considerado ya un nacional-sindicalismo, en cuanto la Nación figura para ellos en primer término. Como sea, los nacional-sindicalistas aceptan que la guerra ha de traer transformaciones internas: desde 1917 De Ambris ha lanzado la consigna "Tierra de los Campesinos"; y acto seguido elabora un programa de "expropiación parcial" tanto en el sector agrícola como en el sector industrial, que se dirige ex propósito contra el capital especulativo y en beneficio de los campesinos y obreros que han dado su sangre por Italia. Se trata también de mantener y estimular la producción. El "productivismo" es uno de los factores que lleva a los sindicalistas revolucionarios a oponerse a la revolución bolchevique, que juzgan destructiva y caótica. Frente a la ocupación de fábricas del "biennio rosso" de 1920-21, Labriola, que ha llegado a ser Ministro de Trabajo en el gobierno del liberal Giolitti, presenta un proyecto que reconoce a los obreros el derecho a participar en la gestión de las empresas. Parlamento con representación corporativa, "clases orgánicas" que encuadren a la población, un Estado que sea quien asigne a los propietarios capaces de producir el derecho a usar los medios de producciòn, son, por otra parte, las bases del programa del "sindicalismo integral" que propone Panunzio en 1919. Por fin, el sindicalismo revolucionario vibra con la aventura del comandante Gabriele D´Annunzio en Fiume (1920-21). De Ambris participa en la redacción de la "Carta del Carnaro", ese fascinante documento literario que es la constitución que el poeta y héroe de guerra otorga a la "Regencia de Fiume". No es menos un proyecto político que, en consecuencia con el ideal del sindicalismo revolucionario, quiere resolver a la vez la cuestión nacional y la cuestión social.

En estas luchas de la inmediata postguerra, los sindicalistas revolucionarios han coincidido con los fascistas. Pero la toma del poder por el fascismo acarreará la disoluciòn del sindicalismo revolucionario. De Ambris y su grupo pasarán a la oposición; el primero terminará por exiliarse. Labriola también partirá hacia el exilio, y sólo la guerra de Etiopía lo reconciliará con el régimen. Leone volverá al partido socialista y rehusará todo compromiso con el fascismo. En cambio, Bianchi aparece en 1922 como uno de los quadrumviri que organiza la Marcha sobre Roma, Panunzio se presenta junto a Gentile como uno de los intelectuales oficiales del fascismo, Orano (que era judío) [NdR. posible confusión con A. O. Olivetti] , alcanza altos puestos en el partido fascista, mientras que Michels, antaño miembro del SPD, profesor en la Universidad de Perusa, se inscribe como afiliado en el PNF.

  

La Encrucijada Mussoliniana

 

Señala Sternhell que siempre se ha tendido a subestimar el papel central que Mussolini ha jugado entre todos los revolucionarios italianos. El futuro Duce "aporta a la disidencia izquierdista y nacionalista italiana lo que siempre ha faltado a sus homólogos franceses: un jefe". Un hombre de acción, un líder carismático, pero a su vez un intelectual capaz de tratar con intelectuales y de ganarse el respeto de hombres como Marinetti, el fundador del futurismo, Michels, el antiguo militante del SPD alemán devenido uno de los clásicos de la ciencia política, o aun Croce, representante oficioso de la cultura italiana frente al fascismo. Y Mussolini es toda una evolución intelectual, no el hallazgo repentino de una verdad, ni el oportunismo, ni siquiera la coyuntura de postguerra. Mussolini es ante todo el militante socialista, incluso como líder de los fascistas. De joven se tiene evidentemente por marxista, de un marxismo revisado por Leone y, sobre todo, por Sorel, en quien ve un antídoto contra la perversión socialdemócrata a la alemana del socialismo. Otra influencia decisiva es Wilfredo Pareto y su teoría de circulación de las élites (en cambio, Sternhell no destaca la influencia de Nietzsche, a quien Mussolini ha leído tempranamente en Suiza). El joven socialista se sitúa pues en la órbita del sindicalismo revolucionario, aun cuando discrepa de las tácticas: duda de la virtud de las solas organizaciones económicas y ve en el Partido el instrumento revolucionario.

El joven Mussolini es el líder indiscutible que se opone a la huelga general contra la intervención en Libia, pues cree que el intento burgués de desencadenar una guerra puede generar una situación revolucionaria. En 1912 es el principal líder del partido socialista, imponiéndose sobre los reformistas y haciéndose con la dirección de su periódico oficial, "Avanti!", el líder indiscutido de toda la izquierda revolucionaria italiana, pero al mismo tiempo el más fuerte critico de la ortodoxia marxista. Mussolini publica desde las páginas de Avanti!" su profunda decepción acerca de la aptitud de la clase obrera para "modelar la historia", valoriza la idea de Nación: "No hay un único evangelio socialista, al cual todas las naciones deban conformarse so pena de excomunión". A finales de 1913 Mussolini lanza la revista "Utopia", con la intención de proponer una "revisión revolucionaria del socialismo". Allí reúne a futuros comunistas como Bordiga, Tasca y Liebknecht; futuros fascistas como Panunzio, futuros disidentes del fascismo como su viejo maestro Labriola. En junio de 1914 Mussolini cree llegado el momento de la insurrección, comprometiéndose en la "Settimana Rossa", en contra de la opinión del congreso del partido. Cuando estalla la guerra europea, las disidencias son ya tan palpables que Mussolini es desautorizado oficialmente por el partido, y no duda en romper con sus antiguos compañeros para unirse a los sindicalistas revolucionarios en la campaña por la entrada de Italia en la guerra.

Sternhell señala que el nacionalismo de Mussolini no es el nacionalismo clásico de la derecha. Ocurre que ante las nuevas realidades nacionales y sociales el análisis marxista se ha demostrado fallido, pues las clases obreras de Alemania, Francia e Inglaterra marchan alegremente a la guerra. Mussolini no renuncia al socialismo, pero el suyo es un socialismo nacionalista, obra de los combatientes del frente: "Los millones de trabajadores que volverán a los surcos de los campos después de haber vivido en los campos de las trincheras darán lugar a la síntesis de la antítesis clase y nación", escribe en 1917. Y no será la revolución bolchevique lo que lleve a Mussolini a la derecha, dado que lo esencial de su pensamiento se forjó antes de 1917: ideas de jerarquía, de disciplina, de colaboración de las clases como condición de la producción... Los Fasci Italiano di Combattimento, fundados en marzo de 1919 recojen todas las ideas del sindicalismo revolucionario y se sitúan incluso a la izquierda del partido socialista (sufragio universal de ambos sexos, abolición del senado, constitución de una Milicia Nacional, consejos corporativos con funciones legislativas, jornada laboral de 8 horas, confiscación de las ganancias de guerra... ). Pero con el biennio rosso las filas fascistas se desbordan con la afluencia de las clases medias, especialmente de jóvenes oficiales desmovilizados. El Partido Nacional Fascista, organizado como tal en 1921, va a conocer un éxito (electoral incluso) vetado a los primitivos "Fasci": "Esta mutación no deja de recordarnos la de los partidos socialistas al alba del siglo: el viraje a la derecha constituye el precio habitual del éxito" (p.400). Mussolini, hombre de realidades que antepone la praxis a la teoría, ha visto fracasar la ocupación "roja" de fábricas como la gesta nacionalista de Fiume, decide llevar a cabo la revolución posible. Así, en la perspectiva de Sternhell, la captura del poder por el jefe fascista no es tanto el resultado de un golpe de Estado como de un proceso; es la simpatía de una amplia parte de la masa política, de los medios intelectuales, de los centros de poder, lo que permite a Mussolini instalarse y sostenerse en el gobierno. Para Sternhell es sintomática la actitud del senador Croce quien aun en junio de 1924 dio su voto de confianza al primer ministro cuando el caso Mateotti puso en crisis al gobierno y Mussolini estaba a punto de ser despedido por el rey, porque, pensaba Croce, "había que dar tiempo al fascismo para completar su evolución hacia la normalización".

La idea de Estado, que parece ser sólo característica del fascismo, es, sin embargo, el último elemento que toma forma en la ideología fascista. En todo caso señala Sternhell que toda la ideologìa fascista estaba elaborada antes de la toma del poder: "La acción política de Mussolini no es el resultado de un pragmatismo grosero o de un oportunismo vulgar más de lo que fue la de Lenin" . El jurista Alfredo Rocco, proveniente de las filas nacionalistas, ha "codificado" y traducido en leyes e instituciones los principios fascistas y nacionalistas (visión mística y orgánica de la nación, afirmación de la primacía de la colectividad sobre el individuo, rechazo total sin paliativos de la democracia liberal). Pero es un Estado que, a la vez, se quiere reducido a su sola expresión jurídica y política; que quiere renunciar a toda forma de gestión económica o de estatalización, como anunciaba Mussolini desde 1921. No es, pues, o no es todavía, el Estado totalitario. El fascismo en el poder,en suma, no se asemeja al fascismo de 1919, menos aún al sindicalismo revolucionario de 1910. Pero, se pregunta Sternhell: "¿el bolchevismo en el poder refleja exactamente las ideas que, diez años antes de la toma del Palacio de Invierno, animaban a Plekhanov, Trotsky o Lenin?" Ha habido una larga evolución, sin duda. Y con todo -concluye el autor-, el régimen mussoliniano de los años 30 está mucho más cerca del sindicalismo revolucionario o del "Círculo Proudhon" que lo que el régimen estaliniano está de los fundamentos del marxismo.

 

El secreto encanto del Fascismo

Como conclusión, Sternhell da una mirada a las relaciones entre el fascismo y las corrientes estéticas de vanguardia en el siglo XX. El futurismo, desde luego (futuristas y fascistas han dado justos la batalla por el "intervencionismo", y Marinetti es uno de los fundadores de los Fasci), pero también el vorticismo, lanzado en Londres por Ezra Pound, que es en cierto modo una réplica al futurismo, aun cuando comparte con él rasgos esenciales. "Los dos atacan de frente la decadencia, el academicismo, el estetismo inmóvil, la tibieza, la molicie general... Tienen una misma voz de orden: energía, y un mismo objetivo: curar a Italia y a Inglaterra de su languidez" . De Pound se conoce de sobra su opción política. Sternhell destaca también el papel de Thomas Edward Hulme, antirromántico, antidemócrata en política, traductor al inglés de Sorel [definido como]: "revolucionario antidemócrata, absolutista en ética, que habla con desprecio del modernismo y del progreso y utiliza conceptos como el de honor sin el menor toque de irrealidad" . Hulme es pues, para el autor, un representante de esa rebelión cultural que brota por doquier, antirracionalista, antiutilitarista, antihedonista, antiliberal, clasicista y nacionalista y que precede a la rebelión política.

Las generaciones de los años 20 y 30, que ya conocen la experiencia fascista, rehacen el camino del inconformismo. Así un Henri de Man, en 1938 presidente del partido socialista belga, uno de los grandes teóricos del socialismo en la época, seguido sólo ante Gramsci y Lukacs, reemprende su propia revisión del marxismo y no será ilògico que, cuando su país capitule ante Alemania en 1940 llame a los militantes socialistas belgas a aceptar la nueva situación como un punto de partida para construir un nuevo orden: "La vía está libre para las dos causas que resumen las aspiraciones del pueblo: la paz europea y la justicia social". No muy diferente es en Francia el caso de Doriot.

¿Cómo ha podido surgir el fascismo en la historia europea y mundial? La explicación coyuntural no puede sino desembarcar en trivialidades. Se debe comprender al fascismo primero como un fenómeno cultural. Es, de partida, un rechazo de la mentalidad liberal, democrática y marxista; rechazo de la visión mecanicista y utilitarista de la sociedad. Mas expresa también "la voluntad de ver la instauración de una civilización heroica sobre las ruinas de una civilización  bajamente materialista. El fascismo quiere moldear un hombre nuevo, activista y dinámico". No obstante presentar esta vertiente tradicionalista, este movimiento contienen en sus orígenes un carácter moderno muy pronunciado, y su estética futurista fue el mejor cartel para la captura de intelectuales, de una juventud que se agobia en las estrecheces de la burguesía. El elitismo, en el sentido de que una élite no es una categoría social definida por el lugar que se ocupa en el proceso de producción, sino un estado de espíritu, es otro componente mayor de esa fuerza de atracción. El mito, como clave de interpretación del mundo; el corporativismo, como ideal social que da a amplias capas de la población el sentimiento de que hay nuevas oportunidades de ascenso y de participación, constituyen también parte del secreto del fascismo, porque el fascismo reduce los problemas económicos y sociales a cuestiones, ante todo, de orden psicológico. Y, sobre todo, "servir a la colectividad formando un cuerpo con ella, identificar los propios intereses a los de la patria, comulgar en un mismo culto los valores heroicos, con una intensidad que desplaza al boletín de voto en la urna". Es por todo esto que el estilo político desempeña un papel tan esencial en el fascismo. El fascismo vino a probar que existe una cultura no fundamentada en los privilegios del dinero o del nacimiento, sino sobre el espíritu de banda, de camaradería, de comunidad orgánica, de "Bund", como se dijo en Alemania en la misma época.

Estos valores presentes en el fascismo tocan la sensibilidad de muchos europeos. Poco conocido es que en 1933 Sigmund Freud saludaba a Mussolini como un  "héroe de cultura". Si esto era así, ¿por qué Croce hubiera debido votar contra él en 1924, por qué Pirandello hubiera debido rehusar el asiento que el Duce le ofreció en la Academia Italiana? Las realidades de los países europeos entre las dos guerras no son de una pieza: la cultura italiana está representada por Marinetti, Gentile y por Pirandello no menos que por Croce, y por Croce senador no menos que por Croce antifascista, del mismo modo que por la cultura alemana pueden hablar tanto Spengler, Heidegger, o Moeller van der Bruck tanto como los hermanos Mann, y la cultura francesa es tanto Gide, Sartre o Camus tanto como Drieu la Rochelle, Brasillach o Céline...

Así, "El nacimiento de la ideología fascista" otorga a su objeto una dignidad que no siempre se encuentra en los variados estudios sobre el tema. Ello sólo puede ser saludable para la historia de las ideas. Hagamos por nuestra parte algunas observaciones. Primero, que, como es evidente, Sternhell trata en su obra del fascismo latino, esto es, de las corrientes inconformistas surgidas en Francia y en Italia. Un tema de discusión es ver si el fascismo italiano y el nacional-socialismo alemán son cosas totalmente diferentes (esta es la tesis de De Felice), o bien si el nacional-socialismo es una especie dentro del fascismo genérico (tesis de Payne y Nolte). Del nacional-socialismo se ha discutido si fue "antimoderno" o si presentaba rasgos de una radical modernidad, dado que el innegable que el movimiento desarrolló un radicalismo antiburgués operativamente muy atractivo para los militantes comunistas.

El fascismo nace a la izquierda, a partir de una revisión del marxismo. Este revisionismo se desarrolla y se constituye en una corriente intelectual y política independiente a la cual concurren otras tendencias que cohabitan con el socialismo: Nietzsche, Bergson, James, y el nacionalismo integral. Al respecto es interesante comparar las diferentes evoluciones del marxismo que siguió siendo tal y las diferentes ramas "apóstatas". El fascismo en una revisión del marxismo encontró que todos los partidos socialistas consideraban al marxismo una herencia a la que debían permanecer fieles. Sin embargo, en su evolución reciente todos esos partidos han renunciado a la herencia de Marx, acomodándose a la economía neoliberal. Siguen apegados, desde luego, a la matriz ilustrada, materialista e igualitaria. Al contrario, los fascistas, animados de otra cultura, mantuvieron siempre el espíritu revolucionario de ruptura con el orden burgués.

Sternhell insiste permanentemente en el respeto de los sindicalistas revolucionarios, de los socialistas nacionales, de los fascistas, por la propiedad privada y el capitalismo. ¿No habría que distinguir entre propiedad privada y capitalismo que, después de todo, históricamente no se identifican sin más? Todos los fascismos subrayaron siempre la diferencia entre la propiedad ligada al hombre y el gran capital financiero; entre el trabajo productivo y la servidumbre al interés del dinero (G. Feder). No parece adecuado pasarla por alto. Quizás Payne ha sido el autor más justo en este sentido.

Finalmente, es verdad que una cosa es reconocer el componente irracional de la vida humana y otra hacer del antirracionalismo una política. Sternhell, que durante toda su obra se ha mantenido alejado de toda afección moralizante, al final nos advierte del peligro del irracionalismo: "Cuando el antirracionalismo deviene un instrumento político, un medio de movilización de las masas y una máquina de guerra contra el liberalismo, el marxismo y la democracia; cuando se asocia a un intenso pesimismo cultural a la par de un culto pronunciado por loa violencia, entonces el pensamiento fascista fatalmente toma forma" . La cuestión seria si sólo los valores políticos de la ilustración y del liberalismo son legítimos; si solo el chato optimismo hedonista puede pasar por perspectiva cultural, si las masas han de ser movilizadas sólo en nombre del deporte.

Aquí, obviamente, la ciencia no puede decir nada: estamos en el campo de la opciòn política.

Claudio Mutti: "IMPERIUM"

Claudio Mutti: "IMPERIUM"

Claudio Mutti

Imperium. Epifanie dell’idea di impero

Prefacio de Tiberio Graziani

Effepi, Génova 2005

Prefacio

El imperio es, según la generalidad de los estudiosos de ciencias políticas, y, en particular, de los estudiosos de geopolítica, una construcción política de difícil y compleja definición. Los rasgos del “mayor cuerpo político conocido por el hombre” [1] que en mayor medida impactan al observador son, sin duda, los referentes a las características físicas; en primer lugar, la gran extensión territorial (el gigantismo imperial), la variedad de los climas y la heterogeneidad del paisaje geográfico. Ulteriores signos distintivos que contribuyen a definir la fisonomía del imperio, como unidad geopolítica, son la plurietnicidad, la autosuficiencia económica y un poder político y militar cohesionado.

Los caracteres anteriormente citados, sin embargo, no logran describir plenamente el imperio. De hecho, existen naciones, estados federados o confederaciones de estados que pese a presentar estos mismos elementos, no son un imperio. A tal respecto, Philippe Richardot, en su Les grands Empires. Histoire et géopolitique [2], indica el caso de Brasil, Canadá y de la Unión India, a los que podríamos añadir el de los Estados Unidos de América, de Rusia y, en cierta medida, también el de la Confederación de Estados Independientes. Estos modernos sistemas políticos se extienden sobre amplias superficies, son pluriétnicos, poseen las condiciones para ser económicamente autosuficientes, pero ciertamente no son clasificables en la actualidad como imperios. Sin embargo, comparten con el imperio semejantes problemas estratégicos, en particular, los conectados con la defensa de las fronteras y la disolución de la potencia militar.

Si del plano meramente descriptivo pasamos al más especulativo, analítico, tratando de identificar la dinámica que anima y sostiene esta particular unidad geopolítica, también el modelo hoy académicamente más acreditado, el expresado por las parejas “centro-periferia” y “dominadores-dominados” [3], que Richardot juzga determinista, pero seductor por su fuerza simplificadora, no parece ser apropiado para dar una definición o explicación del imperio. Los casos indicados del ya citado Richardot que hacen ineficaz la aplicación de este modelo, con referencia a la comprensión del imperio, son los clásicos del Imperio de Alejandro Magno, del Imperio romano y del ruso. El Imperio de Alejandro sobrevive a la muerte de su fundador, desplazando su centro al Egipto de los Tolomeos, por tanto, a una región periférica del edificio realizado por el Macedonio; Roma, a partir del siglo III, ya no tiene una sede cierta, sino itinerante. De hecho, como observa Richardot, del año 284 al 305 ya no hay ni centro ni periferia, al ser el imperio descentralizado en cuatro regiones militares. Después, Bizancio, rebautizada en el año 330 Constantinopla, se convierte en la segunda capital del Imperio, hasta transmutarse en 1453, de ciudad periférica del antiguo imperio romano a centro de irradiación del sistema imperial otomano. Otro caso en el que el modelo “centro-periferia” no nos ayuda en la comprensión de la construcción y en el mantenimiento de la ecúmene imperial lo proporciona el imperio ruso, ya se haga remontar su origen a la Rus de Kiev, la capital de la actual Ucrania, que propiamente significa Marca, es decir…periferia, o ya se presente como un resto del antiguo imperio “nómada” de Gengis Khan [4].

El imperio no es, por tanto, definible por su gigantismo territorial, ni por su heterogeneidad étnica y cultural, ni por un centro geográfico definido y su correlativa periferia. La definición de tal entidad geopolítica ha de encontrarse, por tanto, en otro lugar. El término latino imperium expresa el ejercicio de la autoridad de un jefe militar, pero el imperio, como entidad geopolítica concreta, aunque funde, en la generalidad de los casos, su propio poder en la clase militar, no siempre sigue lógicas militares o exclusivamente de fuerza, como sostenía en la primera mitad del siglo XIX Leopold von Ranke (Die Grossen Machte).

Lo que distingue y cualifica al imperio respecto a las otras construcciones políticas, o más precisamente geopolíticas, parece ser, en cambio, la función equilibradora que este tiende a ejercer en el espacio que lo delimita. Toda construcción imperial, de hecho, persigue el objetivo de regular las relaciones entre las naciones, los pueblos y las etnias que la constituyen concretamente, de modo tal que las particularidades y especificidades concretas no se vean comprometidas unas en perjuicio de otras, sino que al contrario sean salvaguardadas y “protegidas”, en particular allí donde las modestas dimensiones o la escasa fuerza militar o económica de una especificidad dada sitúen a la misma en condiciones tales que pueda ser fagocitada y destruida por sus enemigos. El imperio asume tal función en un espacio circunscrito y continuo, y la continuidad espacial es ciertamente uno de sus rasgos distintivos.

La función reguladora asumida por el imperio encuentra su propia razón de ser, además de en la conciencia del común espacio habitado, sobre todo, en la común visión espiritual, aunque distintamente entendida y expresada en las culturas de las diferentes poblaciones del imperio. Todo edificio imperial, de hecho, expresa una unidad espiritual que, aunque transmitida según formas particulares, siempre hace referencia a un único sistema de valores. Por ejemplo, el macedonio Alejandro que se proclama Rey de Reyes y heredero del imperio persa de los Aqueménidas o el Sultán Mehmet II que, recién conquistada Constantinopla, se hace con el título de Qaysar-i-Rum, César romano, dan testimonio de este único sistema de valores del que ahora ellos son los protectores, los garantes y, sobre todo, los continuadores.

Precisamente a tal unidad espiritual, expresada históricamente en la realización de unidades geopolíticas imperiales o en la tendencia a constituirlas, dirigen la atención los ensayos de Claudio Mutti recogidos en Imperium, epifanie dell’idea di impero. Una unidad que las distintas escuelas historiográficas racionalistas han contribuido a ocultar y fragmentar según el reduccionismo, generalmente de raíz iluminista, que las han distinguido. En particular, tal y como es evidenciado en los diferentes ensayos de Mutti, es afirmada la continuidad del mito (o idea) del Imperio en las vicisitudes del espacio eurasiático, continuidad asegurada en la realidad histórica por protagonistas de diversa cultura o etnia y por su explícita voluntad de unificar Oriente y Occidente, es decir, Asia y Europa, casi como si quisieran, con tal afirmación heroica, reivindicar una unidad que el devenir histórico (la entropía o el desorden de la manifestación histórica) había lacerado. Paralelamente a la función reguladora y en conformidad con esta, el Imperio desempeña también otra, que podríamos definir “religiosa” en su significado etimológico y más profundo: la que precisamente consiste en “reunir” dentro del limes de un mismo espacio los componentes, materiales y espirituales, que contribuyen a calificarlo como una unidad geopolítica coherente, armónica y orgánica. Desde esta perspectiva la fase “expansiva” del Imperio, lejos de reducirse a un mero expansionismo territorial, motivado sólo por las preocupaciones materiales ligadas a todo política de poder, reproduce en el plano histórico una necesidad de orden metafísico, doctrinal, es decir, la reabsorción en un orden superior, en este caso generalmente supranacional, de realidades geopolíticas incompletas, separadas y antagonistas. La realización histórica del edificio imperial es, por tanto, la reproducción, en el dominio político-social, del kosmos por oposición al caos del devenir histórico.

El imperio, por tanto, además de ser “el mayor cuerpo político conocido por el hombre” es, esencialmente, la más alta síntesis geopolítica conocida por toda la humanidad.

La continuidad de la idea del Imperio y la subyacente unidad espiritual, que Mutti subraya con escrupulosidad científica, bien sea tratando la función histórica y metahistórica de figuras imperiales como las del Emperador Juliano, Federico “el Sultán Bautizado” o Atila “el Siervo de Dios”, o bien evidenciando el significado político y cultural del Imperio “romano-turco-musulmán”, o bien poniendo de relieve en el lenguaje de Antelami temas y argumentos que, en ámbitos culturales lejanos, reproponen el mismo sistema de valores, refuerzan –en el plano de la historia interpretada como tentativa de realizar unidades imperiales –la hipótesis ya enunciada en el siglo pasado por el tibetólogo Giuseppe Tucci con respecto al descubrimiento de la “unidad espiritual eurasiática”: sintagma que expresa, en parte, lo que en términos tradicionales se puede traducir mejor como “unidad esencial de las tradiciones”.

También un etnólogo y antropólogo de escuela sociológica como Marcel Mauss reconocía, por otra parte, y es significativo que quien nos lo recuerde sea un estudioso de geopolítica, el francés François Thual, que “de Corea a Bretaña existe una única historia, la del continente eurasiático” [5]. Esta única historia que se despliega en el paisaje eurasiático es la historia antigua y actual de los esfuerzos imperiales por unificar el continente. Como cierre de un texto [6] que no aparece en esta compilación, que sería su precioso y útil corolario, nuestro autor, a propósito de Alejandro el Bicorne, unificador de Europa y Asia, campeón de la idea imperial y, por tanto, podríamos decir, eurasiatista ante litteram, escribe: “su figura se coloca en el trasfondo del espacio eurasiático, que constituye no sólo el escenario histórico, sino la proyección espacial misma correspondiente a la idea de Imperio”.

Unidad espiritual eurasiática e idea del Imperio están por tanto indisolublemente ligadas, un vínculo que Imperium de Mutti tiene el loable mérito de volver a proponer a nuestra atención, en un momento histórico particular que ve a nuestra patria mayor, Eurasia, agredida por las potencias talasocráticas del otro lado del Océano. Ciertamente este libro no pasará inadvertido.

Tiberio Graziani Director de la revista “Eurasia”. direzione@eurasia-rivista.org www.eurasia-rivista.org

(Traducido del italiano al español por Javier Estrada)

Notas 1. Philippe Richardot, Les grandes empires. Histoire et géopolitique, Ellipses. Edition marketing, París 2003, p.5.

2. Philippe Richardot, op.cit., p. 5 y siguientes.

3. Samir Amin, Lo sviluppo ineguale. Saggio sulle formazioni sociali del capitalismo periferico, Einaudi, Turín 1973.

4. N. S. Trubeckoj, L’eredità di Gengis Khan, SEB 2005, Milano. Véase también del mismo autor, Il problema ucraino, in “Eurasia. Rivista di Studi Geopolitica”, a. II, n. 2, abril-junio de 2005.

5. François Thual, Une entreprise de résistance, prefacio a Pierre Biarnés, Pour l’Empire du monde, Ellipses. Edition marketing, París 2003, p. 7.

6. Claudio Mutti, Ulisse, Alessandro e l’Eurasia, www.eurasia-rivista.org

"UNA INCÓMODA MEMORIA HISTÓRICA"

"UNA INCÓMODA MEMORIA HISTÓRICA"

En este libro de reciente aparición,el escritor Mariano Sánchez Soler nos introduce en el mundo de las organizaciones terroristas españolas y la violencia política durante una etapa  reciente de nuestra historia, y sus relaciones  con los servicios secretos del Estado.

Con la distancia que dan los hechos,Sánchez Soler nos desmenuza todo el entramado de tramas de servicio de los grupos ultraderechistas patrios,desde la lejana creación del SECED,el PENS de Barcelona,el caso Atocha,el Frente de la Juventud y la muerte de Juan Ignacio ,los grupos "incontrolados" de la extrema derecha y sus estrechas relaciones con los servicios de información postfranquistas,Montejurra,caso Cesarsky,Batallón Vasco-Español...

Asimismo el autor nos narra la historia del FRAP y los GRAPO y sus extraños,a veces,atentados,en momentos de aguda crisis política del sistema democrático,dejándonos entrever su más que probable manipulación desde arriba.

Tambien se detallan los orígenes del GAL protegidos por el Ministerio del Interior socialista de entonces,y la implicación del aparato del Estado en

la muerte de muchísimos abertzales vascos.

Mientras que la izquierda radical tuvo un pequeño apoyo social que le permitió desarrollar diminutas estructuras clandestinas(con ETA algo más),la ultraderecha jamás consiguió nada parerecido y su violencia,al margen de determinadas acciones promovidas por el estado,escoró hacia la delincuancia común o estéril en muchas ocasiones. 

Sánchez-Soler,nos muestra una a una las piezas de este rompecabezas y el nexo entre los bajos fondos del poder  y la reciente transición española,que fue todo menos pacífica(más de 600 muertos en las calles).

Sin pretenderlo,el autor desvela los entresijos de la llamada estrategia de la tensión en España y,ahí radica la importancia de este libro,por consiguiente aclara la autoría intelectual de la misma:el estado democrático y constitucional con su casta política y represiva,y no un mal llamado fascismo,que sólo existe en la imaginación tendenciosa del Sánchez-Soler.

Opiniones políticas aparte,entre ellas la propia del escritor que no se atreve a reconocer lo evidente por ser políticamente incorrecto, una obra que hay que leer para desenmascarar falsos mitos y leyendas urbanas con las que muchos hemos crecido y creído.