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Combatir «lo que pide el cuerpo»

Combatir «lo que pide el cuerpo»

Cualquier agrupación política, aunque no albergue pretensiones revolucio­narias o transformadoras, pero con mayor motivo si las tiene, siempre considerará perniciosas y contrarias a sus propósitos las posiciones activistas en su seno, pues, acertadamente, verá en éstas un reflejo del individualismo nihilista que carac­teriza nuestras junglas sociales del capita­lismo avanzado.

Todo revolucionario (y más si es comunitario, socialista, patriota o solidario) tiene claro que ha de existir una unidad elemental de pensa­miento que permita una unidad de acción para construir la comunidad militante o el movimiento revolucio­nario. Si esto no lo tiene claro, el sujeto, que podrá presumir de lo que sea, podría ser cualquier otra cosa, pero, desde luego, en «sus venas no cir­culará ni una sola gota» de revolucionario. Y menos aún será partí­cipe de una causa comunitaria.

Nunca estará de más recordar esto como una llamada a la coherencia más básica y a la responsabilidad de los miembros de una comunidad militante. Nunca es más revolucionario aquel que proclama más alto su filiación, sus intenciones radicales, su ímpetu belicoso o su odio al sistema, sino aquel aque hace posible el avance real del movimiento.

 

Contra los que piden «marcha»

 

Con cierta frecuencia, desde ambientes juveniles, pero también desde perezosos men­tales biológicamente mayores pero, psicológica y políticamente, igual de inma­duros que esos elementos juveniles (suelen ser «veteranos» de pega que no olvi­dan sus supuestas batallas del pasado pero sin haber aprendido nada de éstas) se rea­lizan llamadas continuas a enzarzarse en una dinámica infernal cuyo nombre es todo un programa: «marcha», «acción en la calle»... El activismo es lo que más gusta a los que tienen «ganas de marcha», que se «aburren» si no ven «acción in­me­diata».

Definamos: un «movimiento con marcha» es todo aquel que tiene una alta capa­cidad para des­gastar a su militancia y desgastarse a sí mismo. Al cabo de unos meses, más que un movimiento político nos aparece una unidad de que­mados. Luego, la mayoría de esos «quemados» (los «marchosos de ayer») son irre­cu­pe­rables para cualquier lucha o causa política.

Hay que preguntar a quienes defienden la «acción por la acción»: esa acción ¿Sirve para «construir el movimiento político o la comunidad militante», o sólo para des­gastar a la militancia? Esa acción ¿No es acaso otra máscara con la que se intentan ocultar los vacíos políticos, doctrinales o programáticos? ¿Esa acción está al servicio de una estrategia pre-definida o, por el contrario, es una acción que se justifica por sí misma?

Las respuestas no dan pie sino a establecer una ley universal constante: «los mar­chosos de ayer son los quemados del mañana».

 

No dejarse arrastrar por el error activista

 

Los fenómenos activistas (caigan o no en la violencia, esto es irrelevante aquí) se carac­terizan por la ausencia de previsión, de proyecto político, de programa o, in­cluso, de posibilidades de elaborarlo. De­cíamos que el activismo es lo que más le gusta a muchos con «ganas de marcha», que se «aburren» si no ven «acción in­mediata», pero recordemos que, dentro de éstos, son mayoría los elementos que se com­portan como espectadores o aficcionados que animan si «ven marcha». Mien­tras lo que le «motiva» al «activista protagonista» es aco­meter la acción por la ac­ción, sobre todo si se exhibe, lo que aprueba el «espectador de acti­vismo» es con­templar esa acción improvisada. Lo único que ambos desean ver son éxitos instan­táneos, y recordar, después, esos golpes instantáneos que fueron, inevitablemente, «flor de medio minuto». Unos acometen mientras otros jalean acciones oportunistas sin estrategia y sin perspec­tiva histórica.

No han sido pocos aquellos que, siendo conscientes que el activismo no conducía a nada, se han dejado sin embargo arras­trar ocasionalmente por los «marchosos», para no «defraudar» según ellos. Otros supuestos «responsables» también sabían que la agitación activista no lleva a nada, pero amparaban la indisciplina y «actuar al puntazo» porque así mantenían apoyos. Como indica la ley universal que hemos recordado, los «marchosos» (los «activistas protagonistas») no tardan en desaparecer de la circulación. Pero quedan los otros, los «espectadores de acti­vismo», cómodamente instalados en la «grada» vocife­rando que empiece el espectáculo de más «marcha» y «acción» por la acción.

Por ello es imperativo negarse a «movidas» sin perspectiva política ni plan alguno, y disuadir a los que se metan en ellas. Pues otro de los motivos que explican el páramo político de la disidencia española y los grupos alternativos es que, durante mucho tiempo, se han quemado esfuerzos y recursos humanos sin sen­tido. La agi­tación activista ha provocado, como decimos, «unidades de quemados». Muchos, cierto es, eran elementos ya inservibles, tarados de antemano, que sólo se acercaban movidos por impulsos, querencias sentimentales y fobias particulares, y así seguían arrastrando a otros en una deriva penosa. Pero otros elementos podían haber sido militantes válidos. Todos han acabado de la misma forma: en la nada de «la unidad de quemados» o subsistiendo en circos patéticos virtuales u oportunismos «pseudo-real-políticos».

Nada fructífero hemos visto nunca en la «acción por la acción» porque nada podemos esperar del activismo, de la acción sin dirección ni más propósito que «hacer lo que pide el cuerpo». O aún peor, hacer lo que una aficción, cómodamente sentada en sus sillones, nos pide que hagamos porque para ellos somos actores o extras de una mala película de acción.