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Del "Rusia es Culpable al Turquía no es Europa" (II)

Del "Rusia es Culpable al Turquía no es Europa" (II)

LA “CIVILIZACIÓN” EUROPEA

Por partes.

En primer lugar debemos partir de premisas claras y conceptos bien definidos.

No existe una “civilización europea”

Sentimos dañar oídos sensibles; pero Europa como espacio geográfico o geopolítico es un mero apéndice de Eurasia.

Es así que esta pequeña parte del mundo ha visto nacer, crecer, madurar y finalmente perecer a una constelación de pueblos y a unas formas de organización social, de comunidades de consciencia, de macrounidades dinámicas, de organismos contraposición cultural y de fuerzas biológicas interactuantes fuertemente caracterizadas que se ha dado en denominar “Civilizaciones”.

Pero este hecho –con ser importante en sí- no autoriza a suponer que haya existido en algún momento de la historia  un sentimiento de pertenencia a una comunidad de pueblos con un marco geográfico espefícico y una conciencia de identidad común.

Y que dicha conciencia haya llevado, a pesar de los conflictos, los desencuentros y las rivalidades, a un ideal de unidad anhelado por una hipotética “familia europea”.

Historiar un “ideal europeo” resulta una tarea de académicos ociosos y otros amanuenses de la euroburocracia intelectual. No vamos a perder tiempo en ello.

El problema verdadero radica en otro asunto.

Si el concepto “Europa”, con un sentido significativo propio, puede ser históricamente inteligible es precisamente por lo contrario a lo que sus modernos cantautores predican.

Aquello genuinamente “europeo”, aquello que lo distingue de otros conjuntos culturales e históricos no es precisamente su homogeneidad y su continuidad histórica.Antes al contrario, es su extrema heterogeneidad, su dispersión, su falta de identidad común, sus referentes históricos,  sus costumbres, sus valores y su evolución paradójica lo que distingue el fenómeno europeo.

Es el “principio de las nacionalidades”, considerado en sí mismo, en su origen, evolución, y transformaciones, lo que caracteriza el  hecho diferencial europeo.

Observado con detenimiento, este pequeño apéndice de Eurasia es un intrincado mosaico de etnias, naciones, lenguas, culturas, religiones, instituciones, costumbres, tradiciones, etc. sin parangón ni precedentes. Desproporcionado para sus dimensiones y para su presunto origen común.

No queremos decir con esto que sea imprescindible para una praxis unitaria un grado determinado de “homogeneidad” previa, radical e irreversible, impuesta por cualquier medio o libremente conseguida por una paciente sinergia espiritual desde arriba o por un lento proceso histórico de socialización comunitaria por abajo.

No es algo que pueda elegirse.

Solo afirmamos la existencia de una realidad histórica que los “criterios de convergencia” y los “repartos de poder” pueden solapar, soslayar y ocultar tras los fuegos de artificio monetarios, cantos de sirena para inversores, becas y premios para científicos y poetas, legislación social progresista, juegos florales de humanismo y democracia, pacifismo armado, créditos blandos y ayudas seudofilantrópicas de solidaridad e injerencia humanitarias que ocultan intereses bastardos del neocolonialismo ligth made in Europe.

Estados Unidos podrá ser una “nación infantil” sin pasado glorioso ni orgullo milenario. Pero, mal que bien, es una Nación con más de dos siglos en su haber.

Europa tiene mucha, demasiada historia, en efecto. Y muchas naciones también, demasiadas, de toda edad y condición.

Pero del mismo modo que la  unión de muchos enanos no forma un gigante, la suma de Estados nacionales nunca dará como resultado una nueva comunidad nacional.

Ni el acervo histórico milenario, ni la riqueza cultural, ni el testimonio perenne de los logros de la civilización en general, sirven de mucho cuando lo que se trata es de establecer un nuevo paradigma histórico y articular un proyecto de construcción nacional, capaces de generar valores propios de dimensión universal.

Un proceso unitario, por más “imaginativo” que sea, debe tener en cuenta esta dura realidad, en sí misma más cercana al caos que al orden; es decir, más que alejada de lo deseable que se entiende comúnmente por “civilización”.

Cuando los nuevos ideólogos de Eurolandia  buscan referentes históricos, filosóficos o políticos en el pasado para legitimar un proyecto de “unidad” (en realidad, su propio proyecto ideológico de unidad), acuden retóricamente, entre otros, a los topoi habituales: Grecia, supuesta cuna de la “democracia” y de la “razón”. Roma, mito y modelo de  organización políticos por excelencia.

El cristianismo, fe religiosa segregada del judaísmo que ha llegado a nuestros días en diferentes formas y manifestaciones.

El Renacimiento, amplio movimiento cultural de recuperación de los “valores clásicos” greco-romanos, contrapuesto a la civilización medieval gótico-católica la cual por su parte pretendía ser “restauratio et continuatio” del Imperio romano, bajo la autoridad del vicario de Cristo y cabeza visible de su Iglesia.

También el Medioevo, desde un punto de vista más restringido, sirve para algunos como paradigma de unidad e identidad de lo “europeo”.

Como en el caso de la Civilización Occidental, sensu lato, históricamente no es un modelo válido para toda la cultura europea, pues se limita al área del Imperio romano de Occidente en lo político, y está en lo religioso y en lo cultural dominado por la presencia de la Iglesia Católica.

Excluye, pues, en este sentido, a las otras Iglesias cristianas –griega y reformadas- presentes en el suelo europeo, que además coinciden a grandes rasgos –y no por casualidad- con las áreas lingüísticas predominantes.

Así, católicos, protestantes y ortodoxos, tienen su correlato idiomático, y en parte también étnico y cultural en  las familias de lenguas indoeuropeas latina, germánica y eslava.

En este punto, las excepciones confirman la regla y las desconfianzas interreligiosas prevalecen sobre un teórico “ecumenismo”, máxime si tenemos en cuenta la estrategia “reevangelizadora” del Vaticano.

Por lo demás tengamos en cuenta, que la dimensión universal del mensaje cristiano, impide adscribirla a un particularismo nacional, racial, geográfico o político que sería obstáculo importante y hasta insalvable para su misión profética.

Lo Occidental, por otro lado, se ha convertido en universal también –al menos secularmente- por el proceso de expansión mundial de su civilización. Limitarlo a lo “europeo” sería absurdo. Por lo demás no todos los países de Europa han tenido responsabilidad en el alumbramiento de la modernidad y de la expansión occidental.

 

Antitético –en todos los sentidos- a la ideología de la Modernidad, vilipendiado –no muy justamente- por la cultura renacentista, escarnecido por el pensamiento racionalista y la ilustración, es el mundo medieval un referente parcial, a menudo vergonzante, pero que quizá sea el único momento de la Historia en que el ideal de Unidad estuvo más próximo a su consumación, si quiera en las tierras del Occidente europeo y bajo la férula de un Imperio sacro y  romano, latino y germánico, católico y feudal

La Ilustración es otro mitema que no falta en el libro gordo de Petete de los más lenguaraces intelectuales, políticos y buhoneros de la Euroidea, que naturalmente consideran que las Luces son una de las más elevadas aportaciones realizadas por el Viejo Continente al género humano y que es lógico considerar este movimiento ideológico y sus consecuencias como parte fundamental del acerbo europeo y hasta cobrar royalties de paso.

El progreso científico, técnico y tecnológico. Los avances de la industria y el comercio. El espíritu de investigación, con los avances en el terreno de la sanidad y la lucha contra las enfermedades. La previsión social. La mejora de las comunicaciones y el conocimiento en general, etc. Son elementos colocados en el haber de la Europa de la Razón y del Iluminismo. Otra Europa, ésta, que se superpone a su exacta contraria: la del “oscurantismo” medieval. Pero que, cuando se trata de denunciar el islam como mentalidad “integrista”, “fundamentalista” y “medieval” (términos todos ellos  acuñados en occidente, por occidentales y contra tendencias propias de la religiosidad occidental) se yuxtaponen y se asumen como propios y positivos tanto por los críticos de uno u otro signo.

Y si el principio de las nacionalidades de origen dinástico o étnico, político o confesional, irá forjando una conciencia diferencial entre los pueblos europeos de pertenencia nacional, de soberanía, de Estado, de Nación, en definitiva, una de las consecuencias más significativas será el nacionalismo que es un fenómeno puramente europeo, quizá el que más.

IDENTIDAD E HISTORIA. CULTURA Y DECADENCIA

 

Europa, o más precisamente una parte de ella, ha sido al fin y al cabo la plataforma inicial de una dialéctica histórica de particularismos y universalidad, de expansión e individualismo feroz, de alta cultura y baja humanidad, de arrogancia y mortificación, de arte y standardización, vivero demográfico y campo experimental de una civilización, la “occidental” o moderna, que solo ella entre todas las conocidas, puede ya en su fase final recibir el apelativo de “mundial", tan poco grato para los neonacionalistas del Eurosionismo identitario, del diferencialismo cultural, de la democracia étnica, del nacional-capitalismo y del arqueofuturismo antiislámico.

Resulta paradójico que referentes tan encontrados, tan dispares y contradictorios, resultantes a veces de dialécticas culturales generadas en el seno de civilizaciones distintas, se invoquen como precedentes de “europeidad” por el simple hecho de que aunque fruto de épocas y condiciones irrepetibles, se han generado y desarrollado en suelo de la actual Eurolandia.

Pretender fundar una “patriotismo” de nuevo estilo en un difuso “patriotismo de civilización”, más aún de una civilización, la “Europea” –a la que además hay que distinguir de “lo occidental”, lo “la americanoesfera”- que no existió y no existe como tal, es una tarea condenada al fracaso: y peor aún, una tarea destinada necesariamente –lo vemos, oímos y leemos a diario- a volver a sacar del guardarropa del viejo nacionalismo de campanario y de cementerio, de trono y altar, los más apolillados atavíos de una Europa fratricida que se pretendía superar. No podía ser de otro modo.

Es indiferente al  respecto que la enemistad política y la polemíca cultural se proyecten hacia fuera, hacia espacios geopolíticos distintos y tradiciones religiosas “alógenas”.

La “Civilización” – que para sus epígonos y precursores es no sólo la mejor sino la “única”- Occidental, fáustica, moderna, oceánica, mundial, etc. no existe ya.

No es cuestión de datar su muerte, aunque fenómenos formidables como las Guerras mundiales (ejemplo claro de cuanto decimos: contiendas “civiles” intereuropeas que devienen de inmediato en mundiales por el carácter mismo del Occidente moderno) podrían servir como símbolos

 

nacida en algún lugar indeterminado del occidente europeo entre el Atlántico y el Mediterráneo en tiempos difíciles azotados por la peste, la guerra, la miseria, sobre las ruinas teocráticas y feudales de la cristiandad medieval y engullendo todo el caudal de conocimientos que la cultura andaluza había puesto a disposición en la madurez de la civilización mágica y en el especial clima creado por el Islam de España, ya en retirada, pero presente en la espiritualidad hispánica y en buena parte de la cultura del Medioevo

Más aun cuando estos espacios y tradiciones sean los unos limítrofes y –guste o no- las otras, como el Islam, estén presentes -siglos ha- en el interior del continente y sean inmediata vecindad y, a día de hoy, dimensión espiritual y comunitaria negada, vejada y perseguida tanto en su aportación histórica, en la dignidad y trascendencia de su mensaje, y en los derechos y libertades básicas de sus creyentes.

 

La historicidad lineal, propia de la historiografía casi sagrada, más cercana al mito y a la literatura que a la ciencia social, de cuño providencialista, romántico o racionalista según los casos, elaborada por los diversos Estados-Nación europeos, sigue siendo coartada de “identidades” mistificadas y ridículos delirios interpretativos que seleccionan aquellos aspectos más apropiados para la gestión tecnoburocrática de la memoria colectiva.

La Unión Europea que no es –y no puede ser- otra cosa  que una Unión de Estados Nacionales no podía por menos que multiplicar exponencialmente el delirio histórico-identitario de cada país en función de sus “ideales” fundacionales, que no son otros que los del bando vencedor de la Guerra civil europea (1914-1945) la Democracia de los Aliados Occidentales: Los Estados Unidos de Norteamérica.

Máxime si tenemos presente que lo que en esta conflagración se dirimía era el liderazgo mundial que la expansión de la civilización occidental, moderna o “fáustica” había llevado a su grado extremo, es decir a su “decadencia” final.

Sorprenderá a alguno que hayamos negado la existencia de una “civilización europea” mientras que ahora afirmemos la de una “civilización occidental”, además de haberla añadido como sinónimo el adjetivo “fáustico”.

No debería sorprender, sin embargo, a los pretendidos “euroidentitarios” de hoy el uso de un concepto, bien conocido por ellos, extraído del protagonista de la obra de Goethe, utilizado por el celebre y polémico historiador alemán Oswald Spengler en su monumental “La Decadencia de Occidente”.

Ciertamente, Occidente es un término geográfico, como pudiera serlo Europa.

 Empero, aplicado a una morfología de civilizaciones tiene un sentido histórico “dinámico” que identifica una cierta época de la cultura humana que nacida en el occidente europeo alcanzó una dimensión universal sin precedentes en la historia mundial.

El mito de Fausto sirve a Spengler como arquetipo literario del carácter ilimitado y activo de los paradigmas fundamentales del “Occidente”, sintetizado en la afirmación cosmogónica del Fausto goethiano: En el Principio fue la Acción.

No es nuestra misión aquí esbozar –siquiera lejanamente- los puntos centrales de la historiografía spengleriana, su vasta influencia ideológica, su teoría de la ciencia, del arte, su metodología analógica, sus atrevidas síntesis, sus temerarias sinopsis.

Su devastadora crítica del esquema lineal de la historia sigue siendo, en nuestra opinión, válida; como válidas nos parecen - en parte al menos-  también sus geniales intuiciones sobre tipología y morfología de las distintas culturas y civilizaciones.

Su relativismo cultural, su forzado“milenarismo”, su tono visionario, su abusivo historicismo, su mismo nacionalismo etnocéntrico, etc. pertenecen al aspecto negativo, ampliamente superado por los acontecimientos inmediatamente posteriores, por las nuevas aportaciones de las ciencias sociales y de la historiografía e incluso por sus mismos epígonos.

Uno de estos –hoy proscrito y desconocido por demás en su patria- el español Ignacio Olagüe publicó en 1939 –tiempos de guerra- el primer tomo de su obra “La Decadencia Española” que dedicó a su amigo Ramiro Ledesma Ramos, asesinado tres años atrás.

El título del ensayo de indudable sabor spengleriano era algo equívoco; pues el historiador donostiarra negaba uno de los mitos más persistentes, deprimentes y morbosos del pensamiento nacional y del historicismo  decimonónico: el mito de la “decadencia nacional”.

EL PATRIOTISMO CRÍTICO Y LA DIALÉCTICA HISTÓRICA

 

Pero aparte de demostrar con datos masivos y sorprendente erudición, la debilidad científica de la historia anecdótica tal como entonces -¡y aún hoy!- los falseadores profesionales y los mistificadores sin escrúpulos la fabricaban según los intereses creados del mandante de turno y reproducida por funcionarios de cronicón ad usum delphini; Olagüe colocaba el proceso histórico de la civilización en la península ibérica en un contexto geopolítico específico que implicaba una cantidad de factores interactuantes de todo tipo - biológicos, sociales, climáticos, religiosos, ideológicos, demográficos, raciales, etc.- que no podían soslayarse si se quería abarcar una visión de conjunto del fenómeno nacional español convertido en misterio insondable por los apóstoles del decadentismo.

Uno de los aciertos más plausibles de Spengler fue el de clasificar entre su elenco de Altas Culturas a un complejo conjunto histórico bien determinado que él mismo denominó con el ambiguo término de ”Árabe” o “Civilización mágica-arábiga”,  de extrema importancia para entender el tan discutido fenómeno de la expansión de la religión islámica y el papel representado España y por la cultura hispana como paciente crisol, a veces o furioso vórtice otras, centro creativo siempre en el original, conflictivo, fecundo intercambio de culturas y civilizaciones.

Para entendernos, dejando aparte la conocida contraposición entre Kutur y Zivilisation, Spengler incluye –entre otros-  dentro de las épocas del “Espíritu Árabe” los siguientes fenómenos que corresponden a las cuatro estaciones del ciclo anual de esta “Kultur” que principia cronológicamente con la edad vulgar, a saber: cristianismo, gnosis, mitraismo; talmudismo, Avesta, Patrística; nestorianos, monofisistas; literatura, siria, bizantina, judía, persa, copta (siglos VI-VII); Iconoclastas, Islam, Sufismo, etc., etc., hasta llegar así al “Invierno” de todo “Alta Cultura”; la extinción de la fuerza creadora con el inicio de la civilización urbana cosmopolita, la “Zivilisation”.

A través del hilo conductor de lo “Árabe”, o mejor de lo “Mágico” se engarzan figuras en apariencia opuestas, pero que, situadas en su contexto histórico, en la naturaleza de su pensamiento y en la forma mentis de la civilización “mágica” encuentran sin dificultad su sentido y acomodo.

Así,  Juan el Evangelista y Agustín de Hipona, los Padres de la Iglesia de Oriente y los Místicos cristianos de Renania o de Castilla: Plotino y Porfirio, los Neoplatónicos y Arrio; los Teólogos de Bizancio y Mani; Mahoma y Maimónides; los Cabalistas y los Sufies de Andalucia o de Persia; Aben Arabí y Sorahwardí; Aberroes y Avicena; etc forman parte del espíritu de una civilización histórica, la “árabe-mágica”, más allá y a pesar de pertenecer a distintas realidades religiosas y políticas a menudo enfrentadas.

Lo mismo puede decirse de las “formas” del mundo de las artes, de las ciencias y de la técnica, donde el espíritu de una cultura dada se “incorpora”, se “materializa” y se reconoce en su identidad.

Baste pensar en las basílicas romanas y cristianas; en los templos bizantinos y en las mezquitas; en el arte paleocristiano y prerrománico; en la Iconografía y en el Arabesco, etc. que, a pesar de sus diferencias –obvias, en todo caso, por simbolizar formas religiosas diferentes- mantienen un “estilo” y expresan un “alma” –la mágica- manifiestamente comunes.

Los avances históricos de las diversas ciencias, en la matemática, química, medicina; de la arquitectura, de las obras públicas, de la agricultura, etc. Los logros técnicos, científicos, filosóficos, etc. que alcanzaron en la Cultura andaluza –quizá la floración más importante de la Civilización mágica- un grado tan elevado; encontraron aquí su principal puerta de entrada hacia Europa gracias a un crisol cultural asentado en una herencia clásica, helenística y romana; mantenido por la prolongación política del imperio por el reino visigodo, de las grandes síntesis del saber (Etimologías) y en el carácter sincrético del cristianismo en Hispania; caldeado por el carácter peculiar del Islam de Al-Andalus y manejado con sabiduría por generaciones de espíritus humanos selectos.

En este marco de doble continuidad intelectual, la espacial de la Cultura Hispana y la temporal de la Civilización mágica, se produce el famoso, real y polémico, tan negado  como afirmado, tan sublimado como vilipendiado, proceso de trasferencia cultural entre el mundo “islámico” y el occidente “cristiano”, a través de este, por extensión, el “mundo moderno”; es decir, la “civilización occidental en su conjunto.

En otros términos, se establece de algún modo, la “deuda histórica” de Europa  con el Islam, especialmente con el Islam de España y nace el mito histórico de “Al-andalus”.

Ahora bien, para el autor teutón ya hemos visto que lo que define al espíritu de la Civilización mágica y a la cultura “árabe” no es la Religión, como no lo es en general para las otras altas culturas cuya morfología escudriña.

El Islam aparece así como culminación del ciclo cultural del “alma mágica”  o fase de maduración dentro del contexto histórico donde se origina y crece, donde florece y fructifica; es decir, sustancial y orgánicamente vinculado a la sucesión epocal de la “cultura árabe” cuyos primeros episodios espirituales tiene en el cristianismo primitivo y en el neoplatonismo, en el mitraismo y en el judaísmo helenizado, por ejemplo, ilustres precedentes de distinto signo religioso.

No queremos decir con esto que las formas religiosas o las vías espirituales de la humanidad sean productos del ambiente social e histórico de una cultura o civilización determinada.

Antes al contrario: no lo son. Y no lo son por la misma razón que no es la religión el hecho central de las civilizaciones históricas presentes.

Si las religiones fueran consecuencia o producto ya  hubieran desaparecido con las culturas donde se originaron. Si fueran causa y razón deberían  seguir existiendo las civilizaciones que de ellas surgieron.

La endeblez de la tesis del choque de civilizaciones del pensamiento neoconservador no se basa propiamente en el énfasis puesto en la ineluctable lucha entre ellas, sino en erigir al aspecto religioso en el principio generador y reconfigurador del mundo surgido tras la guerra fría.

Por otra parte, los propios musulmanes han afirmado siempre su Tradición religiosa con criterios de síntesis profética. La dialéctica sagrada del Islam se despliega ( el proodos plotiniano) como momento final o recapitulación espiritual del monoteísmo de tradición abrahámica: síntesis de la tesis judía y de la antítesis cristiana.

Eso sin olvidar el carácter profético que reconocen –y asumen- a los monoteísmos “arios”: el Zoroastrismo iranio, a Oriente; y lo que denominan “nicho de luces de los profetas griegos”, el neoplatonismo en sentido amplio, a Occidente. Marginal uno y desparecido otro, ciertamente, periféricos con relación a las raíces abrahámicas, también, pero límite espiritual, marco intelectual y medio providencial para su expansión.

Para los hombres de la cultura “árabe-mágica”, cristianos o griegos, judíos o gentiles, arrianos o bizantinos, iranios o semíticos, de extremo occidente o de Asia central, este nuevo sincretismo  podría no ser de su agrado por su origen, determinados aspectos y exigencias formales, pero en ningún caso era extraño a su cultura, mentalidad y tradición.

Excepcional floración religiosa del medio semítico, el Islam encuentra campo abonado en una civilización impregnada de Helenismo, Gnosis, Neoplatonismo, Mística, Misteriosofía, Cristianismo Mágico, Henoteísmo, Monoteísmo solar, etc. que llegada a su madurez precisa unificarse y superar las vías sin salida de las Teologías dogmáticas, de los sincretismos seudoesotéricos, de los cesarismos ilegítimos, de las satrapías políticas y religiosas, en una palabra.

Si se nos permite hacerlo, diríamos que las “condiciones subjetivas” estaban dadas. Solo falta el Mensaje y el Mensajero. Lo demás vendría por añadidura.

Explica esto –en parte- también la asombrosa expansión de la fe islámica, que no podría ser obra de una descomunal algarada de beduinos enloquecidos y camelleros belicosos. Menos aún de una presión demográfica de los “hombres del desierto” arábigo. Pues es de cajón que desierto es sinónimo de despoblación, de escasez humana y biológica.

Basándose en esta genial intuición spengleriana, con una visión más dinámica, flexible, biológica casi, del desarrollo de las ideas como ideas-fuerza, de la lucha de las culturas,  de la sustancial continuidad de un cierto “plasma intelectual” entre las civilizaciones, en oposición al cerrado sistema de relativismo irracional y autosuficiente de la génesis de las culturas propio del autor teutón, el estudioso español lanza por tierra las alucinaciones seudohistóricas del anecdotario decadentista, que habían obligado a cerebros privilegiados –como el propio Ramiro Ledesma- de sincero patriotismo y pensamiento revolucionario genial a  renunciar a la incorporación de la experiencia y de la ciencia históricas de la propia nación para fortalecer el pensamiento teórico nacional.

La historia de España, insondable galimatías, esfinge sin respuesta, nudo gordiano indestructible, laberinto de oprobios, glorias y decadencias obligaba a darle la espalda y recomenzar de cero cualquier proyecto histórico de cambio, la misma Revolución española que siendo un proceso social y político de un tiempo y sociedad determinados difícilmente podía soslayar un estudio de su evolución histórica y de las causas reales si las hubiere de su hipotética decadencia.

3 comentarios

ANTIEUROPA -

Aquello genuinamente “europeo”, aquello que lo distingue de otros conjuntos culturales e históricos no es precisamente su homogeneidad y su continuidad histórica.Antes al contrario, es su extrema heterogeneidad, su dispersión, su falta de identidad común, sus referentes históricos, sus costumbres, sus valores y su evolución paradójica lo que distingue el fenómeno europeo.
Es el “principio de las nacionalidades”, considerado en sí mismo, en su origen, evolución, y transformaciones, lo que caracteriza el hecho diferencial europeo.

sobre Olagüe -

Ignacio Olagüe (Guipúzcoa, España, 1903 - Játiva, España, 1974) fue un paleóntologo e historiador español.
Nació el 12 de febrero de 1903. Estudió derecho en las universidades de Valladolid y Madrid.
De 1924 a 1936, trabajó en el laboratorio de paleontología del Museo de Ciencias Naturales de Madrid, siendo discípulo de José Royo. Perteneció a la junta directiva de la Real Sociedad de Historia Natural de Madrid y participó en coloquios internacionales.
Militó en las JONS. En 1929 fundó el primer cine-club español y una galería de arte en Madrid, junto a Ernesto Giménez Caballero.
Desde los años 50, viaja y publica frecuentemente en Francia. Es vicepresidente de la Sociedad Internacional para el estudio comparado de las civilizaciones.
Biológica
• Varios estudios sobre la estratiografía jurásica del norte de España.
• La ley de movimiento acelerado en la evolución (1954)
Histórica
• La decadencia española (1950-1951)
• Diario de a bordo de Juan de la Cosa
• La Revolución islámica en Occidente, 1974 (ISBN 84-933871-1-8)
Literaria
• El pecado original (comedia, 1953).
• El Demonio y las yemas de San Leandro (novela).
• Martín Aleget, El Organero (novela).
• Teresa Cabarrús.
• Marisol.
• La tragedia del torero.

AUSTRAL -

¿quien es Ignazio Olagüe? No conosco nada de él!